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Reflexiones creativas: Pósters

Carlos Holemans

Ya hace casi veinte años de la primera vez que me asomé, con la exaltación primeriza de un fan, a la trastienda de los conciertos de rock. A esa industria de ejecutivos con pendientes y botas puntiagudas, pieles de cordero de habilísimos negociantes. Y de anunciantes de extraordinario instinto natural.

Descubrí que cuando alguien arriesga su propio dinero, además de su reputación presente y futura, para llenar un estadio, cuando sabe que puede perder hasta la camisa por una mala noche, llega a desarrollar una sobrenatural habilidad para detectar los resortes emocionales que arrastrarán a la gente a las taquillas. Habilidad que las escuelas de negocios no pueden transmitir. Porque el talento ni se enseña ni se aprende. Sólo se practica.

No podía saber entonces cuánto transformaría mi vida ese primer encuentro con los intestinos de la música en directo. Grandes y perennes amistades. Amores de backstage demasiado turbulentos para mi propio bien. Incluso mi relación sentimental actual, que los dioses del rock’n’roll guarden muchos años.

Sí, la vida me hizo regalos impagables. Como convertir algunos pósters de mi habitación de adolescente en seres de carne y hueso. En 1997, los Rolling Stones llevaban su gira Bridges to Babylon al Orange Bowl de Miami. Al colgarme del cuello la acreditación AAA no sabía lo generoso que el promotor estaba siendo conmigo. Cruzamos control tras control y nadie nos detuvo hasta que llegamos a una puerta que decía Dressing rooms. Sólo los camerinos de los Stones nos estaban vetados.
Cenamos el catering de la banda, ansiosos e incrédulos como niños. Los hijos de los músicos y técnicos que viajan con el circo Stone jugaban en las maquinas de marcianitos. Delilah, el terrier blanco de Keith Richards, llevaba su propia acreditación colgando del cuello. Charlie Watts, con su elegancia de esfinge, salió brevemente a cenar spaghetti y se sentó a nuestra mesa (que realmente era suya).

Por fin, el gran visir de esa jaima fin de milenio apareció. Con ligereza de gacela, seguido por el guardaespaldas más enorme y más negro que he visto nunca, Mick Jagger cruzó la sala como una brisa. Era quizá consciente de que algún microorganismo oportunista como nosotros podía ser capaz de penetrar en la atmósfera esterilizada del backstage. En efecto, una chica que también debía de conocer a alguien desenfundó una cámara. Con la delicada despreocupación de quien saca un gato al jardín, dos gigantes la tomaron por los codos y, en un suspiro, dejó de estar allí. No creo que el cerebro de MJ llegara a procesar su presencia. Yo tampoco volví a verle tan cerca.

Ahora la otra cara de la moneda.

En 2002, Bruce Springsteen cerró en Barcelona su gira mundial y decidió celebrarlo ofreciendo una copa a su gente en el Hotel Arts. Tras el concierto, con ojos y oídos aún despatarrados, nos invitaron a sumarnos a su fiesta. Fuimos recibidos con esa amabilidad con la que los norteamericanos te abren la puerta de su casa. Una chica de su equipo, con una sonrisa más grande que América, nos señaló un lugar en la barra. Desde allí, un tipo recién duchado, vestido con una camisa negra desabrochada y unas cadenas de plata al cuello, nos hacía señas para que nos acercáramos. Estaba comiendo croquetas y, con la boca llena, nos preguntó qué queríamos tomar. Vino tinto, gracias. Nuestro anfitrión tomaba bourbon a palo seco.
Nos presentamos. Él, naturalmente, no lo hizo.

¿De dónde sois? ¿Os ha gustado el concierto?

Sí, claro. (¿Cómo no sonar idiota diciendo eso?).

Deberíais haberlo visto desde donde yo estaba. Toda esa gente saltando frente a nosotros y pasándolo bien. Qué energía. Qué gran espectáculo nos han dado.

Después de quince minutos de charla cordialísima, dijo que debía de atender a otros invitados, que nos sintiéramos en nuestra casa y que lo pasáramos bien. Y allá se fue, zalamero, a dejarse sobar y fotografiar.

Qué gran espectáculo le dio el público, había dicho Bruce Springsteen.

He reflexionado muchas veces sobre las diferencias entre esas dos noches. Entre esos dos iconos. Entre esas dos marcas.
Son dos formas de relacionarse con la gente. Dos formas radicalmente distintas de demostrar respeto por quienes te admiran, por quienes te compran.

Llamar a la gente masa, audiencia o target ya es deshumanizarla un poco. Es tratarla como una sopa de microorganismos, seres amorfos, sin cara ni voz ni cerebro.

Ignorar que la gente, aunque sea mucha, no es horda sino personas reunidas, es ignorar su individualidad, su capacidad para opinar y decidir. Cuando alguien en su libre albedrío decide valorarte, gastarse el dinero en lo que tú vendes o simplemente prestarte atención, lo menos que merece es algo de aprecio. Aunque sólo sea porque muy bien podía haber decidido preferir a otro.

Por muy bueno que tú puedas ser, siempre hay algo de arcano misterioso en el hecho de gustarle a alguien. Y ante el misterio, un respeto. Apreciar a quien te elige o menospreciarle. Ésa es la cuestión.

He conocido anunciantes del tipo Jagger y anunciantes del tipo Springsteen.

Creo que no hace falta aclarar de cuál colgaría un póster en mi despacho.

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