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# opinión
yMiguel Ángel Furones Publicitario y escritor
La excepción El Teatro Real de Madrid acaba de representar la ópera de Norma. La historia
y la norma de una mujer que, a través de esta obra, moldea un paradigma de feminidad
que se adelantó con mucho a la realidad de su época. Estamos hablado de
1831, año en el que se produjo el estreno de esta joya belcantista de Bellini
en La Scala de Milán. Fue entonces cuando el trabajo de este autor, junto
con el de su libretista, Felice Romani, alcanza a construir un personaje en el
que el poder, la pasión, la ternura, la amistad y el compromiso se funden con
firmeza para inmortalizar este despiadado drama.
Suma sacerdotisa gala, Norma impone su autoridad frente a todos los
druidas que reclaman el exterminio del invasor romano. Es cierto que lo
hace movida por su amor hacia Pollione, el procónsul de irresistible mirada.
Pero el hecho es que ningún hombre, incluido su propio padre, se atreve
a cuestionarla. Cuando descubre que su amado le engaña con Adalgisa,
una inocente novicia de su propio templo, lejos de reprochárselo a ella, su
compasión la lleva a protegerla. Para conseguirlo, se auto inculpa de traición
ante los suyos, terminando sus días en la hoguera. Eso sí, no sin antes
convencer a su padre de que cuide de los dos hijos que había engendrado
con Pollione.
Es cierto que el procónsul, impresionado por la nobleza de Norma, regresa
a sus brazos para morir con ella. Pero este gesto final no consigue colocarle
ni remotamente a la altura que la sacerdotisa conserva a lo largo de toda la
obra. Como líder, como amante, como hija y como madre.
Norma no es una excepción. A lo largo de la historia de la ópera, son muchas
las mujeres que destacan por su bravura, su determinación y, sobre todo, por
el éxito en sus actuaciones: La Susanna de Las bodas de Fígaro, La Leonor
de Fidelio, la Cleopatra de Julio César, la Alicia de Falstaff, la Minnie en La
chica del Oeste, la Marie de La hija del regimiento…
Pero es Norma la que representa, mejor que ninguna otra, los valores de
la feminidad que el romanticismo de la época quiso recuperar del pasado
(mostrándola como una especie de Medea idealizada, incapaz de matar a sus
hijos). Por eso, cuando la sacerdotisa canta la estremecedora Casta Diva, lo
que le implora a la diosa Luna es “esparce sobre la tierra esa paz que reinar
haces en el cielo”. La Luna, conocedora del amor en todas su vertientes
(siendo Selene en la mitología griega, Diana en la romana o Lilith en la
mesopotámica) practicaba dicho amor en contraposición a la guerra desde
tiempos inmemorables. Prueba de ello es que jamás hubo una contienda en
su nombre. Hasta la desaparición del politeísmo clásico, los enfrentamientos
bélicos entre los pueblos tuvieron más que ver con la apropiación de tierras,
alimentos o mano de obra esclava que con la imposición de unos dioses
sobre los otros.
La suma sacerdotisa termina en la hoguera por voluntad propia pese a
que los guerreros, durante un instante, le piden que rectifique. Pero ella
se juzga y se condena sin defenderse, pues sabe que los hombres jamás
alcanzarán a comprender el elevado precio de la coherencia. Esa coherencia
que consiste en unificar a la mujer que por dentro es con la mujer que por
fuera representa. Una disgregación que ha permanecido a lo largo de los
siglos actuando como elemento cercenador de la condición femenina. Por
eso la sacerdotisa gala de Bellini opta por el sacrificio. Porque su capacidad
vidente le muestra que pasará mucho tiempo todavía antes de que, como
mujer, pueda disfrutar de esa conciliación entre la excepción y la norma sin
sufrir las consecuencias. #
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