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'Episodios con Julián'

Entre otros, los primeros pasos de la Academia de la Publicidad

A estas alturas no sé muy bien qué escribir acerca de Julián Bravo sin repetirme ni repetir las palabras de otros. Creo que la mejor manera de hacerlo es poner de relieve lo que él representó a través de mi experiencia personal. 

Más allá de los contactos profesionales obligados entre el joven periodista que empezó a trabajar en Anuncios en 1984 y el director, primero, y presidente, después, de la primera agencia del país, mi relación con Julián transcurrió durante años más bien por personas interpuestas y en trayectorias curiosamente paralelas. Mientras mi jefe, Javier Castro, Julián y otros publicitarios famosos comían periódicamente en buenos restaurantes formando un conciliábulo que publicaba columnas bajo la firma de Camelot, yo hacía lo propio con algunos de sus empleados por los restaurantes de menú de Arapiles. Así que estaba perfectamente enterado de lo que se cocía en La Thompson. Pero de mis comidas no salió manifiesto ni noticia alguna. Eran almuerzos de colegas y yo me sentía más que agradecido de que me trataran como tal. Más allá de los cotilleos (normalmente piques entre directores creativos), que eran más bien pocos, y los olvidaba enseguida, lo que tenía delante en esos encuentros era, ahora lo veo claramente, el reflejo de una obra, la obra que habían construido Manu Eléxpuru y él: una agencia de gente brillante, amante de la vida, discutidora, culta, con opiniones formadas, y casi siempre enfrentadas, sobre cualquier cosa ya fuera arte (más de un artista), cine, gastronomía (algún crítico culinario), política, música, literatura y también, pero solo secundariamente, publicidad. Siempre recordaré que uno de esos días encontré ya en la agencia a varios de mis amigos discutiendo ácidamente, lo que no era sorprendente, pero esta vez por el uso de una coma en un titular, lo que incluso para un periodista resultaba insólito. Salimos del edificio, caminamos, llegamos al restaurante, pedimos el primer plato y, hasta que no nos sirvieron el segundo, no dejaron en paz la dichosa coma, por supuesto sin ponerse de acuerdo.  Yo apenas podía meter baza ante semejante tropa. Y Julián era el jefe directo de todos ellos. Qué enorme mérito. Siempre he dicho que dirigir una agencia es ser capaz de focalizar el caos hacia un objetivo. No me imagino a nadie más que él capaz de enfocar el maravilloso caos de La Thompson de entonces.

Nuestra relación más directa comenzó, justamente, cuando todo ese mundo empezaba a desmoronarse ante nuestros ojos. Julián había dejado la agencia en 1992. No pudo soportar ni un ratito a Martin Sorrell, más tarde sire. En junio de 1993 falleció Manu Eléxpuru y en una fecha cercana se celebró el funeral. Quizás no tan cercana, porque creo recordar que ya hacía frío. Julián se sorprendió de verme por allí y finalizado el oficio hablamos un rato. Hablamos de Manu y de una profesión que estaba empezando a cambiar a toda velocidad. Y hablamos de la historia de la publicidad, compartimos la tristeza por el poco aprecio que la profesión sentía por ella, por la escasez de libros y de fuentes, por el desinterés en saber de dónde venía y quiénes la habían dado forma. Convinimos acerca de lo importante que sería que se recordara a sus grandes protagonistas, como Manuel Eléxpuru. Era un asunto que ya entonces le preocupaba mucho. Yo le animé a que escribiera esa historia, de la que ya había ido dejando retazos, pero me devolvió la pelota. Por supuesto yo no lo hice, y él tampoco, pero acabó pariendo la institución que se iba a encargar de velar por esa historia, la Academia de la Publicidad.

A partir de ahí tendríamos una relación regular. Leyó algunos de mis primeros originales literarios y me animó seguir escribiendo. Cuando llegó a la AIMC yo ya estaba abducido por mi agencia y él por los tiempos turbulentos que tuvo que capear al timón de la asociación, pero nos seguimos viendo. Le llevé impresas mis dos primeras novelas y, de evento en evento, lo que en entonces era más o menos tres o cuatro veces al mes durante la primavera y el otoño, nos poníamos al día. 

Pasado el tiempo volví a Anuncios como director editorial y, una mañana, seguramente de 2008, aparecieron él y Augusto Macías por la redacción con un objetivo mal disimulado: liarme personalmente y liar a la revista en la creación del hall of fame de la publicidad española. Quince años después del funeral de Manu, Julián volvía a lanzarme el guante. Sí, habían pasado tres lustros y cada vez éramos menos los que recordábamos esos tiempos en los que los reyes del mambo tocaban canciones de amor. Había que hacer algo y había que hacerlo rápido. No tuve más remedio que aceptar el reto. Y siempre se lo agradeceré.

Hoy, la memoria de Manu y Julián están a salvo y expuestas a las nuevas generaciones, junto con las de otros sesenta compañeros y compañeras de profesión. Y cada año son cuatro más. Poco a poco se irán añadiendo también a las vidas de los más destacados españoles en el Diccionario Biográfico online de la Academia de la Historia, donde apenas había publicitarios. Si amas tu profesión la mitad de lo que la amaba Julián, hazte socio de la Academia.

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