Un tiburón es capaz de detectar la gota de sangre de su víctima a treinta kilómetros de distancia.
Los elefantes huelen los tsunamis tres horas antes de que acaben arrasándolo todo; y parece ser que los delfines lo pueden hacer hasta con tres días de antelación. Las serpientes presienten los terremotos, y los perros son capaces de olfatear cualquier desgracia próxima, varios días antes de que se produzca.
Pero el mecanismo también funciona para lo bueno: las mascotas intuyen el miedo o la bondad del tipo que tienen delante y actúan en consecuencia. A veces los chuchos le cogen tanto cariño a su dueño, que su fidelidad les lleva a dejarse morir cuando les falta.
Eso les pasa a los animales irracionales. A los que no piensan.
A nosotros no. ¿Para qué? Nosotros tenemos pre-tests para saber qué va a pasar y post-tests para saber qué ha pasado.
Nosotros disponemos de complejos estudios de mercado, y contamos con herramientas de precisión, que nos ayudan a saber cómo se van a comportar los consumidores en cada momento.
La evolución de la inteligencia en el ser humano tiene sus riesgos, y la certeza puede que sea el riesgo más peligroso.
Nos hemos ido haciendo mayores pero no sé si hemos sabido crecer bien.
Hemos llegado a la conclusión de que lo importante era ver mucho, pero no tengo claro que hayamos aprendido a interpretar mejor lo que vemos.
Se podría decir que hemos ido ganando en especialización (palabro), pero desgraciadamente ha sido en detrimento del instinto (palabra que vuela).
Algún día aprendimos a sobrevivir, porque habíamos aprendido a jugárnosla con cada decisión que tomábamos. Y aún así, las tomábamos.
Pudimos competir con el resto del mundo, sencillamente, porque confiábamos en nosotros mismos y creíamos que había que actuar de una manera consecuente con lo que pensábamos.
Contaré una anécdota que quizás ilustre mejor lo que quiero decir: una vez tuve que montar en una vieja avioneta que viajaba a unas pequeñas islas que hay cerca de la ciudad de Panamá. San Blas, se llaman esas islas.
No había otra: o volaba con esa avioneta, o lo hacía con otra, igual de insegura, de la competencia.
El piloto (que debía tener unos 60 años), parecía estar ya cansado de tantos vuelos a sus espaldas; y sobre todo, de contestar a tanto turista que le hacía siempre la misma pregunta:
-- ¿Y usted se ha caído alguna vez?
El hombre --con cara de aburrimiento y un poco harto de escuchar siempre lo mismo-- me respondió que sí, que por supuesto se había caído muchas veces. Y al ver mi cara --mezcla de perplejidad y terror-- añadió:
-- Por eso tienes que volar conmigo, chico. Porque me sé caer.
Y no le faltaba razón.
No hay que fiarse del que te promete un resultado perfecto, sino del que se ha caído muchas veces, ha sobrevivido y vive aun para contarlo.
Eso llevado a la vida se llama instinto de supervivencia; y llevado a los negocios, también.
Recuerdo
Por eso no sé yo si con tanto número exacto no nos habremos dejado por el camino lo realmente importante: la curiosa belleza de lo imperfecto.
Eso, que aunque es cierto que no cumple con todas las normas de lo razonable, también es verdad que puede grabarse a fuego en un lugar preferente de nuestro recuerdo; o lo que es más importante: en el recuerdo de los consumidores.
Ahí quería llegar yo, al instinto: esa curiosa mezcla de intuiciones, con aprendizajes, caídas, errores, fracasos y éxitos, que hacen que nuestro trabajo sea un poco mejor cada día.
Si después de todo vivimos para contarlo, seguro que algo habremos aprendido en ese vuelo. Y con lo que hayamos aprendido más un poco de talento y paciencia, igual nos salen un par de buenos anuncios que echarnos a la carpeta.