Sería injusto decir que un libro en concreto ha influido de un modo radical en que a mí me guste y practique esto de la publicidad. Creo que nadie debería poder vivir sin leer libros y punto. El lenguaje publicitario es, en pureza, un género lingüístico como otro cualquiera, con funciones definidas: fática, apelativa, referencial, poética, etcétera. A veces se aplica con sus normas, la mayoría lo mezclamos y agitamos hasta convertirlo en cocktail y los privilegiados se lo fuman. Estos últimos tienen poco de publicitarios y mucho de escritores. Mil cretinos es un ejemplo –entre cientos– de lo que hace un tipo cuando lía un cigarro con las palabras y se sienta a escribir. Escribir. Sé que lo elegí por su título. Una práctica íntima y peligrosa pero muy excitante. Cretino, siempre me ha resultado un adjetivo rotundo y perfecto. Un calificativo que define muy bien la naturaleza del ser humano, así que pensé “un millar de cretinos sin duda tiene que ser algo fabuloso”, y en esta ocasión acerté. Se trata de un librito de cuentos que no alcanza las 200 páginas, en el que Quim Monzó dibuja escenas comunes que escupen una tras otra comportamientos singulares y conductas repetidas, una sucesión de insights valiosísimos que bien justificarían el sueldo de un planner visionario y ayudarían a dar con conceptos de premio. Insights de los que no vienen en los briefings. En esta selección de relatos cortos de Monzó, que más tarde sumó a su recopilación 86 cuentos, habla de la vejez, de la relación de los hijos y padres en el ocaso, del amor en la senectud y de lo razonablemente fácil que es querer desaparecer de un lugar o de la vida misma. Lograr un quinto de la precisión con que el catalán selecciona las palabras y, la tercera parte de acidez risueña que transmite en sus historias, es lo que cualquier redactor creativo con alguna pretensión aspira a conseguir cada vez que se enfrenta a una campaña. Directora creativa de BtoB |
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