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529. (El kit de emergencia).

Las historias más allá de los spots, por Víctor Blanco

–¡Quiero ser yo! ¡Devolvedme mi cara!– gritaba una anciana al final del pasillo mientras era arrastrada por dos vigorosos celadores.

–¡Devolvedme mi cara! ¡Quiero ser yo! ¡Mi cara es yo! ¡Yo soy mi cara!

Miguel contemplaba la escena desde su oficina, en el otro extremo del pasillo, al mismo tiempo que se servía el primer café de la noche. En ese momento, su teléfono empezó a sonar. Era una llamada de la central, le pedían que fuera a recoger a un antiguo paciente al centro de la ciudad. Se trataba de la típica recaída. Dio un largo trago al café, se puso el abrigo, cogió las llaves de la furgoneta y, de un gran armario de latón azul, sacó el kit de emergencia.

Ya de camino, en la furgoneta, miró de reojo el kit. Lo había dejado en el asiento del copiloto. Era una especie de maletín, bastante grande, con una serie de aparatos y medicamentos para casos extremos en su interior: unas correas, protectores bucales, jeringuillas con pequeñas dosis de tranquilizantes y un pequeño botiquín de primeros auxilios. Llevaba solamente unos meses en este trabajo, así que no había tenido que utilizarlo nunca, pero sí había visto utilizarlo a otros compañeros. Eran escenas brutales, inhumanas. Nunca antes había visto algo parecido. Cuando trabajaba como guardia de seguridad, tuvo que enfrentarse a situaciones difíciles, pero no era lo mismo tener que reducir a un borracho o a un ladrón, que reducir a un tipo que se ha comido su propio brazo e intenta comerse el tuyo mientras se mea encima. Además, le resultaba impresionante la fuerza que podía llegar a tener una persona de 70 kilos en pleno brote de locura. Continuó mirando el kit durante unos segundos, pensativo. Algo en su interior le decía que esa noche iba a tener que utilizarlo, solo le pedía a Dios que no fuera nada demasiado grave.

No tardó mucho en llegar a la dirección indicada. Era un edificio precioso, tanto, que le resultaba impensable que detrás de aquella preciosa y ornamentada fachada, en una calle tan tranquila, pudiera habitar la locura. Era de locos, pensó. Este tonto pensamiento le provocó una sonrisa, pero esta no duró mucho, se desdibujó de inmediato al coger el kit. ¡Maldito kit!

La puerta de la casa estaba abierta y un policía le esperaba en el recibidor. Antes de entrar, Miguel tomó aire, y agarrando con fuerza el maletín, avanzó con paso firme, directo al epicentro de la locura.

Atravesó el pasillo siguiendo las indicaciones del agente, y al llegar al salón, pudo ver al paciente. Estaba sentado en el sofá, tranquilo. Se trataba de un hombre de unos 45 años, llevaba puesto un abrigo negro y era totalmente calvo. Según su mujer, el hombre se creía una especie de mago e iba deambulando por las calles de la ciudad repartiendo suerte. Miguel, con una gran liberación, dejó con suavidad el kit en el suelo. Sabía que no lo iba a necesitar. Se trataba de una locura limpia, serena, ornamentada. Una locura a la altura de la fachada de la casa. Sonrió y pensó que, paradójicamente, aquél había sido su día de suerte.

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