La información y el ruido generado en los últimos días al hilo de la noticia del supuesto mal uso de datos de usuarios de Facebook a manos de la compañía Cambridge Analytica, me llena de sorpresa, y casi de estupor, por varias razones. En primer lugar, por el enorme impacto económico que ha tenido en el valor de la acción de Facebook. En segundo lugar, por la ingenuidad con la que muchas veces nos enfrentamos a las cosas que hacemos en nuestra vida. Me refiero en este caso concreto al poco análisis que dedicamos cuando aceptamos el uso de determinadas plataformas totalmente gratuitas para el consumidor, que nos prestan un servicio más o menos valioso, según para quien, pero ni nos cuestionamos el modelo de negocio de ese servicio, ni siquiera cuando sabemos que su valor en bolsa es absolutamente increíble. Además, solemos aceptar cualquier aviso por parte de las mencionadas plataformas, prácticamente si leerlo, de casi cualquier cosa, interpretando ingenuamente que no nos hará daño. Hasta que un día descubrimos que sí puede hacernos daño. Y entonces nos quejamos amargamente de lo malos que son al haber usado nuestros datos para algo concreto que repentinamente no nos gusta. Que Facebook (o WhatsApp o cualquier otra red social) hace negocio con nuestros datos no debería ser una sorpresa, ¿no? Lo lleva haciendo años. Y su valor en bolsa subía, y subía. Hasta que, de repente, sale a luz que esos datos han sido utilizados para algo supuestamente malo: para influir en unas elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos.
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