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El oficio (y el arte) de nombrar

Entrevista con Fernando Beltrán con motivo de una exposición que permanecerá abierta hasta el 27 de enero en Matadero Madrid

Amena, La Casa Encendida, Opencor, Faunia… son solo algunos de los más de 700 nombres creados por Fernando Beltrán (Oviedo 1956). Una pequeña parte de esa extensa producción puede verse desde el pasado mes de octubre en La Casa del Lector, espacio Matadero Madrid. La muestra ha tenido una acogida inusitada, reconoce Beltrán, por lo que se ha ampliado su plazo de exhibición hasta el próximo 27 de enero. La poesía, porque por encima de todas las cosas Beltrán es poeta, y dos años en la Contrapunto de finales de los 80, tienen mucho que con su oficio de ‘nombrador’ (porque así definió su profesión su hija, cuenta) y con la creación, en 1989, del estudio El Nombre de las cosas.

Nombre este último que también da título a uno de sus libros, El Nombre de las Cosas, que junto a Cuando el nombre marca la diferencia (Random House), recogen su trayectoria profesional como nombrador y son de curiosa lectura para todos aquellos que, de un lado y de otro, participan en la construcción de marcas y estrategias de comunicación. Premio Asturias de las Letras 2016 y creador del Aula de las Metáforas, su poesía completa, “Donde nadie me llama”, ha sido publicada por Hiperion y traducida de forma parcial a más de veinte idiomas. Más recientemente, ha publicado La Vida en ello (Universidad de Valladolid 2018), una semblanza en prosa de su labor poética.

Tampoco es esta la primera exposición que realiza Fernando Beltrán aunque, como él mismo señala, sí es la primera de este género y, apunta, “de hecho, alguien escribió que quizá sea la primera exposición de nombres que haya existido… No sé”. Anteriormente había expuesto en varias ciudades de España  Mujeres Encontradas, una muestra de esculturas urbanas, alambres recogidos en aceras y manipulados poéticamente, dice, acompañados cada uno de un breve texto, y en una pequeña galería la exposición Nottingham Monday, de “fotografías al paso con mi móvil ambulante”.

Beltrán, que aparece en este artículo fotografiado por Pep Carrió, recorriendo la muestra, nos habla de Las palabras que nombran, la exposición que exhibe estos días, y del oficio de nombrador.

Anuncios.- ¿Cómo se ha gestado esta exposición?

Fernando Beltrán.- Por iniciativa de Dimad, la Asociación de Diseñadores de Madrid, para celebrar treinta años en el oficio de nombrador, y de Manolo Estrada, que firma ese cartel maravilloso convertido en uno de los atractivos del evento. La verdad es que fue una sorpresa, un regalo de los ángeles más felizmente páganos de la profesión, esos profesionales que me enseñaron que las letras también tienen color, textura, forma, temperatura, su particular ley de la emoción…

A.- ¿Qué se puede ver en ella?

F. B.- Setenta y cinco nombres -expuestos al desnudo- elegidos entre los más de 700 creado en El Nombre de las Cosas, acompañados cada uno de un breve racional  y su correspondiente logotipo, cuando acabaron en marca, que no siempre ocurre, porque hay nombres de proyectos, conceptos, ideas, incluso palabras inventadas para nombrar objetos o hechos que no lo tenían: Lámpago, Entrama, Twitubear, Lloviedo, Escrivivir…, y no haré spoiler explicando sus porqués…

A- Particularmente, ¿cómo se siente con esta muestra y con su repercusión?

F. B.- Emocionado, contaminado, fusionado, sorprendido también por la acogida, agradecido a quienes la hicieron posible, y a todos los que la han visitado y repetido incluso luego visita arrastrando a amigos, colegas, un poco superado también…. En fin, colmado sobre tacones altos, el reconocimiento a una tarea que me da de comer, como la poesía me da de vivir, pero que es vocacional también. Poeta y Nombrador, trenza incurable…

A.-  ¿Cuánto le debe el Nombre de las Cosas a la publicidad? ¿Cree que sin tu etapa en Contrapunto hubiera llegado a ser nombrador?

F. B.- Sin ser poeta no hubiera llegado a nombrador, sin haber pasado por Contrapunto sin duda, tampoco. Lo pasé mal aquellos dos años, pero aprendí muchísimo, tensión creativa, disciplina, intensidad, ambición vocacional en el mejor y más sano de los sentidos. Supe enseguida que no era lo mío, pero me ayudaron a encontrar mi sitio. Allí fue además  donde vi con sorpresa que los clientes gastaban un dineral en publicidad, marketing, estrategia, publicidad, comunicación, packaging…, y con el nombre en cambio casi siempre se acababa escuchando la frase que más manía tengo al hablar de Identidad Verbal: “A ver si se os ocurre algo”, o “Qué os parece lo que hemos pensado, darle una vuelta”. Estaba claro que había que crear la especialidad, sus fases, sus protocolos, sus validaciones, sus propias tarifas, por supuesto… Un método, en definitiva. Un oficio. Convertirlo en un activo primordial. Por supuesto, que se nombraba, y se nombraba muy bien muchas veces, pero había que dar un salto más hacia el oficio, la exigencia, el gozo y el sufrimiento verbal en la concisión y precisión que exige un nombre… La travesía del desierto fue muy larga…

A.- ¿Cuáles fueron los pilares de ese nuevo oficio?

F. B.- Podría contestarte en plan muy serio y convencional, pero permíteme hacerlo a la altura de mi actual alegría, y decirte que se resume en la suma de tres conceptos, la poética de las palabras -su evocación, su sugerencia, su música, su color, su temperatura …-, la ingeniería de las palabras -léxico, semántica, sintaxis, connotación, construcción y deconstrucción…- y por la economía de las palabras, cuando éstas se convierten en un activo ya sea comercial, institucional o social. También en haberme dado cuenta un día que quizás fuera verdad eso de que una imagen vale más que mil palabras, pero no que una sola palabra. Ese era el equilibrio, ese el descubrimiento y el reto del nombrador, su condición, su concisión, su esencia…

A.- Amena fue, de alguna manera, el nombre que le catapultó como nombrador, pero: ¿cuál es el proceso de construcción de nombre del que se sientes particularmente satisfecho?

F. B.- A amena le debo mucho.  Fue un antes y un después. No es cierto como se ha escrito por ahí que viva de los derechos de la marca, todo lo contrario, me pagaron muy poco, el encargo fue un subcontrato de subcontratos, ya sabes… pero a partir de su éxito todo cambió.  Me siento satisfecho de muchos proyectos, cada uno por motivos diferentes, su dificultad, su reto, su éxito posterior, lo que aprendí llevándolo a cabo, los errores que cometí, la gente y las geografías físicas y del alma a las que tuve acceso gracias a cada uno de ellos, cada uno la historia de una ilusión… Y una exigencia por dar lo mejor a quienes ponían en mi mano de palabras la viabilidad y rentabilidad futura de su esfuerzo, sus ideas, sus inversiones, sus sueños, sus desvelos. Inmensa tarea…

A.- ¿Qué siente cuando un nombre, propio o construido por otros, muere?

F. B.- Que se cumple la ley de la vida… Porque tengo claro que el poeta fracasa en su afán de abarcarlo todo, pero vuelve luego inmortal a intentarlo una y otra vez con un nuevo poema, mientras el nombrador fracasa, incluso cuando acierta, porque sabe que su labor es frágil, contingente, hermosa, útil, y como la vida misma: absolutamente transitoria. Y al escribirlo así, vuelvo a sentirme muy a gusto con este doble quehacer en trenza de mis dos tareas. Pero me estoy poniendo un poco sentimental… Vaya.

A.- ¿Cree que la profesión de nombrador en nuestro país está suficientemente reconocida? ¿Cree que hay hueco para más profesionales como usted, al margen de las compañías multinacionales de naming?

F. B.- Ya está reconocida. Hay una legión de jóvenes nombradores y nombradoras abriéndose camino en muchos lugares, y para mí es un orgullo. El mayor. Como ver, cuando vas por una acera, que los nombres ahora no están puesto al azar, o por herencia, o como si tal cosa, todos pensados, trabajados, creados, nacidos con vocación de decir, evocar, sugerir, describir cosas… personalizar.

A.- ¿Qué nombre cambiaría?

F. B.- Me morderé la lengua… ¡pero cámbienlo ya! Quien tiene un mal nombre suele saberlo…  Lo que sí me gustaría nombrar es un nuevo tren, mi asignatura pendiente. Amo los trenes… como ves. Y sus túneles. También me gustaría ponerle otro nombre al silencio… ¡Se lo debo!

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