Si en una clase de secundaria le preguntan a las niñas qué inventos conocen, no me cabe duda de que todas tendrían múltiples respuestas. Si les preguntan quién los inventó, sabrían quién inventó el teléfono, quién inventó Facebook y seguramente serían capaces de citar muchos nombres, casi todos de hombres. Si les preguntan por el nombre de alguna mujer inventora, ¿qué contestarían?; y entre los nombres de inventores, ¿habría algún español?
Como editora, dedico mucho tiempo a promocionar autores, muchos de ellos conocidos en su sector, pero desconocidos para el público en general. En nuestro universo de publicitarios, tenemos sólo a un par de profesionales con notoriedad espontánea, Luis Bassat y Risto Mejide. En los corrillos de colegas más de una vez hablamos de que no se valora adecuadamente el trabajo creativo, pero ¿dedicamos a nuestra estrategia de comunicación como sector y como marca personal el mismo esfuerzo que a promocionar marcas de otros que pagan por nuestras ideas?
Si no le damos valor a nuestro sello, ¿cómo va a subir su valor en la bolsa? Nuestro trabajo es un trabajo de equipo, quizás por eso concursamos muchas veces con la marca colectiva, la de la empresa para la que trabajamos. Pero también es un trabajo plural el de los deportistas y los titulares brillan. La única marca para la que vamos a trabajar siempre es la nuestra. Por eso muchos de los grandes maestros que nos han precedido le pusieron su nombre o su apellido a su agencia. Lo que ya no cuadra es que Ogilvy sin Ogilvy siga siendo Ogily o que Chanel sea Karl Lagerfeld. ¿No se puede cambiar también esa constitución?
Igual que los árboles a menudo no nos dejan ver el bosque, la incontinencia emocional de nuestras brillantes ideas creativas a veces no nos deja ver la misión de la comunicación publicitaria. La publicidad actual es capaz de seducirnos con historias ¿se abusa del storytelling? o con testimoniales ¿es obligatorio que en casi todos aparezcan Casillas, Messi o Rafa Nadal?, pero ¿y el claim? Si está, salvo honrosas excepciones está sin traducir. ¿Por qué no traducimos el eslogan? Estos días, en los que acompaño a Ricardo Pérez a algunas de las presentaciones de su libro no dejo de sorprenderme de la lucidez de este sabio creativo que ha sabido grabar en nuestra neuronas tantos y tan buenos eslóganes con marca incorporada ¿Inventaría él, sin saberlo, el neuromarketing? Ni siquiera alcanzo a comprender por qué el atún Calvo ha tenido el atrevimiento de ser infi el a quien le dio la vida.
Como la madwoman defensora de las idem y de sus marcas personales, confi o en que ese más de 3% de creativas peleen por predicar dando trigo y no se olviden de hacer slogans con guasa y con marca metida en la frase fi nal. Porque esa fórmula magistral ha demostrado a treinta años vista ser infalible, o lo que aún le viene mejor al buen anunciante: inolvidable. ¿Será que escribir en nuestra lengua materna nos hace más brillantes, léase inteligentes/inteligibles? ¿Será que el español es más neurofuncional para los españoles que cualquier otro idioma extranjero?
Por otro lado y volviendo a la imagen y la notoriedad, estos días un periodista de El Mundo se preguntaba por qué las universidades de Barcelona eran las mejores de España. ¿Será porque publican más? Eso también suma. Aunque hoy haya más escritores que lectores, los escritores de anuncios prefieren la narrativa que el ensayo. No obstante, el ensayo es necesario, y genera notoriedad para toda la profesión. Bassat lleva años explicando nuestro oficio. Gracias a él muchas capas de esta cebolla que es la comunicación comercial han aprendido cómo se cocinan las campañas y cómo funciona el pensamiento creativo.
Sigamos su ejemplo, leyendo y escribiendo sobre este arte de dar brillo y esplendor a la comunicación de otros sin olvidar la nuestra.