Es todo un déjà vu. Cuando se aprobó la primera ley de protección de datos, la LOPD, los partidos y las organizaciones de consumidores manifestaron su satisfacción porque los ciudadanos de a pie habíamos quedado protegidos de las malvadas empresas que querían, criminales ellas, venderles sus productos.
Pocos llamamos la atención sobre el hecho de que las Administraciones se iban de rositas en la citada ley. Meter una tarjeta de visita en una agenda electrónica sin permiso de quien te la había dado podía ser causa de expediente y multa y, sin embargo, las administraciones podían captar nuestros datos a su antojo, por personales que fuesen.
El absurdo llegó al máximo cuando se alcanzó un punto en el que a los juicios, por ejemplo de divorcio, no se podían aportar los datos de la nómina de los cónyuges porque supuestamente eran de carácter personal (no bromeo), hasta que el poder judicial parece que puso coto a semejante disparate.
Ahora nos enteramos de que las antenas del imperio peinan todo lo que decimos o escribimos en internet y que lo hacían hasta ahora en secreto. Se demuestra una vez más que los ciudadanos en el ciberespacio no podemos estar protegidos a través de leyes locales con fronteras. Y ni siquiera con leyes globales, añadiría.
Yo no voy a defender, dios me libre, la piratería de datos personales. Solamente me escandalizan esas diferencias: una pyme puede desaparecer de un multazo, mientras que un agente de inteligencia puede escrutar mis compras, mis escritos, mis contactos, mi vida en general y sin encomendarse a nadie. Mucho más pavor me da que mis datos estén en manos de un gobierno propio o ajeno que la posibilidad de que sirvan para enviarme una oferta de neumáticos. Está claro que nos espían y lo van a seguir haciendo. Es obvio que a algunos no les importa mucho, por las cosas que comparten en redes sociales pero, mientras tenemos que adaptarnos a toda prisa a la nueva política de cookies que nos dictan los políticos para protegernos, los que están en el poder deciden que su posición les autoriza a saltarse cualquier barrera. En el fondo esto es un pataleo porque estoy convencido de que ya estamos condenados a vivir con esa sensación o, mejor, constatación
David Torrejón
Director editorial