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# opinión
yArturo Pérez-Reverte Escritor
La madrina ciudad, partes de guerra oídos en la radio, camiones con milicianos de mono
de guerra azul y soldados de caqui que pasaban con frecuencia por la carretera. Éste
era su principal entretenimiento. Se sentaban allí a verlos pasar polvorientos
y cansados, y levantaban el puño respondiendo a sus saludos, cuando desde
los camiones gritaban piropos a las chicas. A veces los oían cantar A las
barricadas o La Internacional.
Durante un par de días, por alguna razón que nunca llegaron a conocer o no
recuerdan, una de aquellas compañías de soldados se detuvo allí. Era gente
disciplinada, con oficiales jóvenes y educados. A los chicos de la pandilla
les impresionaban sus uniformes, sus correajes y sus pistolas. Algunas veces
conversaron con ellos bajo el porche de la panadería. Naturalmente, las
jovencitas llamaban la atención de los militares, y entre ellas y los oficiales se
entabló un coqueteo simpático e inocente. Era muy común entonces, tanto
en el bando nacional como en el republicano, la costumbre de la llamada
madrina de guerra. Eso nada tenía que ver con el noviazgo. Para los soldados
del frente, la madrina era una mujer joven o mayor, soltera o casada, que
le enviaba cartas para animarlo, paquetes con comida, calcetines de lana
tejidos por ella y cosas así. A veces sólo le daba una fotografía para que el
soldado la llevara consigo en los peligros y se la mostrara a los compañeros.
Una especie de amuleto de la buena suerte.
La más joven de las chicas del grupo se llamaba Lolita. Tenía sólo catorce años,
pero era muy guapa, y para su edad estaba espléndidamente desarrollada.
Uno de los oficiales, un joven teniente moreno y con grandes ojos negros,
le preguntó, medio en broma, si quería ser su madrina de guerra. Y ella, por
supuesto, dijo que sí. «Tendrás entonces que darme una foto tuya», dijo el
oficial. «Está bien», respondió la chica. Así que corrió a su casa y regresó
con una fotografía. Cuando se la puso en las manos al oficial, éste miró la
foto, la miró a ella y volvió a mirar la foto, primero sorprendido y luego con
una sonrisa. «¿Qué edad tenías cuando te la hicieron?», preguntó. «Un año y
medio», respondió ella. El joven aún sonreía cuando guardó cuidadosamente
en su cartera la imagen de un bebé sentado en un almohadón, con un lazo
enorme en la cabeza, chupándose un dedo. Y aquella misma noche, él y sus
soldados se marcharon al frente.
Foto: Victoria Iglesias Lolita no volvió a saber nada de su ahijado de guerra. Pasaron los años.
Se convirtió en una mujer espléndida, que tenía novio. Había terminado
En los últimos días me ha venido a la memoria una historia familiar que tal sus estudios, hablaba un par de idiomas y trabajaba en una conocida
vez les apetezca que les cuente. Ocurrió en plena Guerra Civil, a finales agencia de viajes cuyas oficinas estaban en Cartagena, en la Muralla del
de 1938 y en Los Dolores, un pueblecito próximo a Cartagena, zona Mar. Y un día, diez años después de la guerra, un hombre entró en la
republicana, donde algunos jovencitos de ambos sexos habían sido enviados oficina y preguntó por ella. «¿Se acuerda usted de mí?», preguntó. Ella
por sus familias para mantenerlos a salvo de los duros bombardeos que por no se acordaba. Entonces él sacó de la cartera la foto algo ajada de Lolita
aquellos tiempos asolaban la ciudad. Era aquél un grupo de adolescentes con año y medio, chupándose el dedo. «Me acompañó toda la guerra, en
entre los catorce y los dieciséis años, entre los que había tres o cuatro chicas cada trinchera y en cada combate. Su foto me dio suerte. Estoy de paso
guapas. Solían sentarse todos al atardecer bajo los porches de la panadería, por Cartagena, la he buscado a usted mediante unos amigos y he venido a
para hablar de sus cosas. Eran muchachos más o menos afortunados, pues devolvérsela». Y dicho eso, le estrechó la mano, dio la vuelta y se marchó.
su contacto con la tragedia era limitado: recuerdo de alborotos y disparos en Lolita todavía conserva esa vieja fotografía que durante un tiempo
las calles al principio del conflicto, retumbar de bombas que por la noche fue talismán de un soldado. Su ahijado de guerra. Ahora ella tiene
recortaban entre resplandores, a lo lejos, las colinas que circundaban la 93 años, y cuando le pregunto si en 1938 era así de ingenua, si aquella
foto del bebé fue un acto de inocencia o una travesura deliberada,
se echa a reír. Y es la suya una risa melancólica, traviesa y feliz.
Conozco bien esa risa, porque Lolita es mi madre. #
© Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal, 16.10.2016
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