Page 22 - Nº2 Mujeres a Seguir
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# opinión
                               y
              Arturo Pérez-Reverte   Escritor



                                           El padre de            los que nunca leen –y no sé cómo lo consiguen– que los libros cuestan
                                               Rapunzel           demasiado y que la perra vida no tiene analgésicos.
                                                                  Paseo, como digo, con mi biblioteca portátil en la mano, camino de la terraza
                                                                  de un café para echar un vistazo tranquilo a las alforjas, cuando me cruzo
                                                                  con un grupo de niños de ambos sexos acompañados por algunos padres
                                                                  y madres. Los críos tendrán entre los seis y los ocho años. Debe de haber
                                                                  alguna fiesta escolar cerca, porque todos llevan disfraces. No soy nada
                                                                  ducho en iconografía infantil, pero reconozco a alguno de los personajes
                                                                  homenajeados: uno va de Mario Bros y otro de Bob Esponja, emparedado
                                                                  entre dos cartones pintados de amarillo. Me los quedo mirando con una
                                                                  sonrisa, porque incluso esos días en los que uno se levanta, oye la radio,
                                                                  hojea los diarios, mira el mundo y piensa que no habría nada más grato
                                                                  que olor a napalm por la mañana, los niños y los perros siempre se salvan.
                                                                  Los dejas aparte. Lo de los críos es más discutible porque luego crecen,
                                                                  se parecen a los padres y se convierten, a su vez, en buenos candidatos
                                                                  al napalm. Pero de momento, a esa edad, aún te remueven cosas. Como
                                                                  los perros, ya digo. Los niños, con su lógica implacable y su honradez
                                                                  intelectual, aún están a la altura de esos chuchos nobles y leales. Todavía
                                                                  te ponen blandito por dentro.
                                                                  El caso es que estoy viendo pasar el grupillo de enanos, y hay una niña que
                                                                  viene algo más retrasada, junto a uno de los padres. Lleva un vestido violeta
                                                                  y una larga peluca rubia de Rapunzel, y camina algo entorpecida por el ruedo
                                                                  de la falda. Y de pronto, otro de los críos se vuelve y le grita: «Venga, Carlos,
                                                                  que llegamos tarde». Entonces veo que Rapunzel hace ademán de acelerar
                                                                  el paso, le miro bien la cara y descubro, o comprendo, que no es una niña
                                                                  sino un niño. Ignoro si la sorpresa se me refleja en la cara o no, pero lo cierto
                                                                  es que lo miro –la miro– con discreta curiosidad. Y en ese momento, mi
                                                                  mirada se cruza con la del padre que camina a su lado. Es un hombre todavía
                                                                  joven, bien vestido. Nos observamos durante unos segundos. Ignoro si me
                                                                  reconoce o no, pero acto seguido tiene una reacción rápida, casi brusca.
                                                                  Extiende una mano, coge la de su hijo y me sostiene la mirada con aire
                                                                  desafiante. Sigo mi camino, y él y su hijo siguen el suyo. Y me alejo dándole
                                                                  vueltas a la mirada de ese padre, entre otras cosas porque, a partir de cierta
                                                                  edad y con ciertas cosas en la mochila, uno sabe interpretar miradas como
                                                                  ésa. Y la que el padre de Rapunzel me dirigió era elocuente. Atrévete a
                                                                  sonreír, decía sin palabras, y te arranco la cabeza.
                Foto: Victoria Iglesias                           ni de hasta qué punto un crío de ocho años disfrazado o travestido de chica
                                                                  Y oigan. No tengo ni idea de pedagogía, ni de aficiones a tal o cual disfraz,

                                                                  entra en los cánones convencionales de la normalidad de sexos, o se sale de
                                                                  ésta. Ni idea. No sé si eso es bueno o malo para él, e ignoro si un padre que
                                                                  accede a que su hijo se disfrace así hace lo correcto, o no lo hace. Opinar
                                                                  sobre ello no es asunto mío. Todo ser humano es un mundo; y cada familia,
                                                                  un  laberinto  de  afectos y  esperanzas,  un  territorio  complejo  que  resulta
                                                                  estúpido juzgar de forma superficial, desde fuera. De lo que sí estoy seguro
                                                                  es de que hace falta mucho amor y mucha entereza para acceder a que un
        Acabo de darme una vuelta por la cuesta Moyano de Madrid, deteniéndome   hijo tuyo, nacido varón, vaya a una fiesta escolar cumpliendo su ilusión de
        a charlar con los viejos amigos de las casetas, y camino sin prisas, dando un   vestirse de niña. Y, lo que es aún más importante, acompañarlo con paso
        paseo con el botín de la jornada en una bolsa de lona. La mañana de caza   firme y la cabeza bien alta, dándole la mano, protector, cuando temes que
        no ha estado mal: un par de libros útiles para documentar un episodio de la   alguien pueda mirarlo con burla o desprecio.
        segunda novela de Falcó, que va por su quinto capítulo sin problemas dignos   Así que rectifico. No sólo críos y perros. También, si uno se fija, hay adultos
        de mención, y también, aunque ya están en mi biblioteca, El asesinato de   que se salvan y nos salvan. Porque no me cabe duda: si yo fuera un niño al
        Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie, Las hazañas del brigadier Gerard,   que le hiciera ilusión vestirse de Rapunzel, querría tener un padre como
        de Conan Doyle, y el volumen de obras completas de Wodehouse sobre   ése. #
        Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves; libros estupendos que cada vez que
        me tropiezo con ellos compro para regalar a algún amigo. Total del gasto,   @Arturo Pérez-Reverte
        y eso que el de Jeeves es caro, 59 euros. Para que luego vengan diciendo   XLSemanal, 05.02.2017


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