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# opinión
y
Laura Furones Directora de Publicaciones, Actividades Culturales y Formación del Teatro Real
Reivindicar Mujeres asesinadas, violadas, abusadas. Mujeres abocadas al abandono,
la alegría víctimas del repudio, sometidas a vejaciones inenarrables. La historia de la
ópera está plagada de personajes femeninos que sufren y mueren a manos de
los hombres. Un mínimo análisis estadístico posiblemente revelaría que, en
esta ocasión, la ficción supera la realidad. Basta con hacer un rápido repaso
al canon lírico para concluir que se antoja un lugar poco propicio para que
afloren las mujeres en toda su libertad.
Pero hay sublimes excepciones, algunas tan luminosas que brindan por sí
mismas un muy necesario bálsamo ante tanta negrura. Entre ellas, ocupan
un lugar particularmente feliz Alice, Meg, Nannetta y la señora Quickly,
el cuarteto de mujeres que entonan a Giuseppe Verdi y narran a William
Shakespeare en un ramillete de astucia, brillantez y contagiosa alegría.
Falstaff es la última ópera del compositor italiano, normalmente asociado a
dramas cuyos mayores daños, centrales y colaterales, son precisamente sus
personajes femeninos. Pensemos en las protagonistas de Aida, La traviata
o Rigoletto, todas ellas mujeres con tanta vitalidad como poco futuro. Ante
ellas resulta difícil no llenarse de empatía, cuyo mayor testimonio suele ser
el aluvión de kleenex visibles en cualquier sala de ópera.
Y, sin embargo, poco antes de despedirse de la vida, quizás como travieso
colofón, Verdi volvió su mirada a la comedia. Falstaff es un noble de Windsor
venido a menos, que, para más información, podría adjetivarse como
fanfarrón, pretencioso, torpe y glotón. Por si fuera poco, está necesitado
de dinero, y decide probar suerte tratando de enamorar a dos mujeres ricas
para beneficiarse con ello del dinero de sus maridos. Todo un alarde de
osada bufonería que no puede sino acabar mal para este seductor ridículo,
pues las “afortunadas”, Alice y Meg, le pondrán en evidencia con la ayuda
de Nannetta, hija de aquella, y de la señora Quickly, compinche sin igual.
Falstaff nos deja, al menos, tres lecciones importantes. En primer lugar, que
la alegría es el arma más útil con la que afrontar la vida, tanto en su vertiente
más amable como en la más calamitosa. Que con alegría se lleva mejor la
vida es una perogrullada, pero es curiosamente algo increíblemente sencillo
de olvidar en el huracán que supone vivir en el siglo XXI. En segundo lugar,
la obra es un claro testimonio de la capacidad que tienen las mujeres de
organizarse, trabajar en equipo y aunar esfuerzos en pos de un bien común.
Esto es algo que sabemos desde el principio de los tiempos, pero que aún
no se ha visto traducido lo suficiente en el mundo real, tan necesitado de
alianzas, empatía y visión humana. En tercer lugar, se hace más que evidente
que la justicia no está reñida con la compasión. Las mujeres le dan a Falstaff
su merecido, pero en ningún momento se ensañan con él desde la crueldad.
Desde el principio, están más que dispuestas a perdonar.
En cuanto al socarrón vanidoso, también él nos deja un valioso mensaje:
reírse de la vida comienza con reírse de uno mismo. Eso hace él cuando
descubre la trampa que le han tendido, y, con ese simple gesto, nos invita
con éxito a perdonarle su largo listado de imperfecciones. Tal vez sea porque
Foto: Javier del Real / Teatro Real su gloriosa variedad. O porque reírse de uno mismo, desde la aceptación y
nada hay tan humano como la imperfección, y aquí queda expuesta en toda
la tolerancia propia, sigue siendo la última e ineludible frontera del humor,
y en sí misma, una inagotable fuente de alegría.
[ Falstaff se representa en el Teatro Real desde el 28 de abril hasta el 8 de
80 mayo ]