Opinión

Editorial 1532: Academia e inglés

La iniciativa de la Academia de la Publicidad de organizar, en colaboración con la Real Academia Española, una jornada para reflexionar sobre el aparentemente excesivo uso del inglés en el lenguaje publicitario ha de ser calificada cuanto menos de interesante. Seguramente no faltarán opiniones que la tilden simplemente de pintoresca, o que califiquen su temática de irrelevante si se la coloca en la panoplia de problemas que afectan al sector. En este sentido, cabe decir que cada entidad o asociación de la industria tiene su misión y que en el caso de la Academia, al margen de la más conocida de reconocer la excelencia profesional a través del nombramiento de miembros de honor, está, como se afirma en su página web, la de "ser uno de los foros importantes de encuentro y discusión sosegada de temas profesionales, del oficio más que del negocio, en busca siempre de una mayor eficacia y de la excelencia en la práctica profesional, y de un mayor respeto y consideración social de nuestra actividad". En este ámbito bien cabe una jornada para reflexionar sobre una herramienta tan importante para la publicidad como es el lenguaje y más si se hace en colaboración con una institución del prestigio y la relevancia cultural de la RAE, lo que sin duda es un éxito del sector publicitario, cuyo producto más notorio, los anuncios, son importantes difusores de la lengua y están muy imbricados en la cultura popular.

El tema de la jornada proponía la reflexión y el intercambio de opiniones, del que se da cuenta en páginas interiores, sobre el supuestamente excesivo uso del idioma inglés en el lenguaje de los anuncios. Excesivo o no, es un fenómeno real por el que la publicidad no debería, en cualquier caso, sentirse culpable. Más allá de la exigencia ineludible de usar correctamente el lenguaje, hay factores como la globalización, los usos ciudadanos y su percepción del idioma inglés como expresión de lo atractivo y moderno, y las propias cualidades de esta lengua en el sentido de maleabilidad y agilidad que influyen para que se emplee con cierta frecuencia en las campañas. No cabe, como se decía, mucha crítica.

La misión de la publicidad no es cuidar de la corrección del lenguaje (aunque bienvenido sea su buen uso) ni conservarla, sino vender productos o cambiar percepciones, y es legítimo que use palabras en inglés si considera que le ayudan a conseguir sus fines. Podrá gustar más o menos, y ciertamente en ocasiones rechina y resulta pretencioso, pero es una herramienta de comunicación como otra cualquiera.

También se comenta como el inglés ha invadido el terreno de la nomenclatura de cargos en las agencias y departamentos de marketing, especialmente a partir de los cambios que ha traído la revolución digital. Aquí hay muchas veces afectación, pero también cabe entender que el inglés es la lingua franca de las multinacionales y la uniformización en el modo de nombrar los cargos puede tener muchas ventajas. Un terreno en el que apenas las tiene y del que el inglés sí se ha enseñoreado de forma notable es el de la jerga profesional, como puede atestiguar cualquiera que haga una ronda por algunos de las docenas de seminarios, conferencias y congresos publicitarios que se celebran constantemente. En estos escenarios, el uso injustificado y abusivo del inglés -de nuevo, reforzado por las novedades en lo digital- pero sobre todo por el papanatismo, la cursilería, la pereza intelectual y la ignorancia, llega a veces a extremos absurdos; y en ese sentido, aquí sí, criticables, aunque solo sea porque entorpece una comunicación efectiva.

Sea como sea, parece positivo el acercamiento entre publicidad y RAE, como ciertamente será bienvenida cualquier iniciativa –y alguna se apuntó en la jornada citada- que mantenga el contacto entre ambas.

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