Los programas de bloqueo de la publicidad online, hasta hace poco una realidad marginal en el panorama digital, se han colocado en el primer plano de la actualidad del sector a raíz del anuncio de Apple de que incorporará uno a la nueva versión del sistema operativo para sus teléfonos móviles. La cuestión ha dado origen ya a un buen número de declaraciones y reflexiones en los medios (de los que este periódico ha recogido varias en el número anterior y en este), así como a reacciones que por el momento parecen algo desproporcionadas, como la eventual interposición de demandas judiciales, o el anuncio del diario estadounidense The Washington Post de que impediría el acceso a los contenidos desde los equipos con programas de bloqueo instalados (en España, IAB ha anunciado la formación de un grupo de trabajo sobre el asunto). La preocupación de agencias, medios y empresas de servicios tecnológicos de publicidad online es bien lógica pero, de momento, el fenómeno, aunque creciente, no parece endémico, y solo tiene presencia significativa en algunos mercados, entre los que Estados Unidos y Alemania parecen los más notorios. Ello no debe ser óbice, sin embargo, para seguir atentamente su evolución y considerarlo un problema o incluso una amenaza.
La primera cuestión que hay que tener en cuenta es que los programas de bloqueo de publicidad, o las empresas que los proporcionan, no actúan movidos única y loablemente (desde ciertos puntos de vista) por el deseo de proporcionar una mejor experiencia de navegación al internauta. Es sabido que algunos de ellos ofrecen a los medios online, a cambio de un pago, entrar en listas blancas de soportes en los que la publicidad no es neutralizada. Esta realidad arroja sin duda una luz dudosa sobre la actividad de estas compañías.
Por otro lado, es cierto que la dificultad ya proverbial e histórica de rentabilizar a través de la publicidad la amplísima oferta de contenidos gratuitos que ofrecen los medios online ha hecho que los soportes exploten al máximo sus capacidades de implantación de formatos y aceptación de campañas, con lo cual se produce, por un lado, un entorpecimiento de la navegación y, por otro, un indudable efecto de saturación. Este no es exclusivo de los soportes digitales, pero parece aceptarse peor en el ámbito online que en otros medios. Esta realidad es reseñable, porque si bien la acumulación excesiva de publicidad no es beneficiosa ni para el anunciante ni para el consumidor (otra cosa es la cuenta de resultados del medio, claro es), se diría que en internet subyace una actitud un tanto infantiloide por parte de los usuarios según la cual no les bastaría con tener a su disposición una oferta casi infinita de contenidos gratuitos, sino que pretenderían que se les sirviera sin molestia ni peaje alguno. Cabe preguntarse en este sentido hasta qué punto son conscientes de que el contenido de calidad es muy costoso de producir y de que es la publicidad quien lo sufraga en todo o en parte por ellos. Un mundo sin publicidad, como señalaba hace poco un analista estadounidense, sería, simplemente, mucho más caro que el actual.
Estas reflexiones no empecen para que el sector sea consciente de que la publicidad, y especialmente en determinadas formas y cantidades, es ahora mucho más inaceptable para los consumidores que hace solo unos años. Y si no está de más tratar de informar al público lo más claramente posible de la enorme contribución de la inversión publicitaria al sostenimiento de los medios de comunicación (y a la existencia de una prensa profesional libre, cabría añadir) y de parte de la industria del entretenimiento, no puede faltar tampoco -y así se expresan muchos de los profesionales que han opinado sobre el tema- un esfuerzo estratégico y creativo para hacer una comunicación publicitaria más atractiva y relevante. Y ello, independientemente de que la implantación los programas de bloqueo de la publicidad pasen de amenaza a realidad.