Aunque han pasado ya suficientes años como para que muchos no la hayan vivido y otros la hayan olvidado, lo cierto es que la llamada guerra del fútbol de mediados de los Noventa dejó huellas que aún hoy son evidentes, por ejemplo, en la economía de los clubes y en la relación entre grupos de medios.
En aquel momento, la novedad de que los operadores de televisión de pago pudieran apropiarse del fútbol desencadenó una de las guerras entre grupos de medios y sus partidos políticos afines más virulenta que se recuerda. Una ley ad hoc y una instrumentalización de la justicia que terminó con algún juez encausado fueron otras tremendas secuelas. Pero la que más nos importa es que, después de todo esto, las cuentas del Gran Capitán que se manejaron con los derechos del fútbol y la consiguiente cascada de reventas dieron lugar a una burbuja que si, al pincharse, no ocasionó la quiebra de una mayoría de los clubes de primera división, fue porque su endeudamiento delirante se sostuvo a costa del erario público de diversas formas directas e indirectas.
Hoy se están empezando a sentar las bases de una nueva posible guerra inflacionaria por los derechos televisivos lanzada por las grandes operadoras de comunicaciones. Aunque se ha aprendido mucho de lo que pueden dar de sí en ingresos estos derechos, hay un elemento distorsionante que es su utilización como arma para conseguir el objetivo principal: que es arrebatar clientes de telecomunicaciones a la competencia. Telefónica ha movido ficha en motociclismo y Fórmula 1. Vodafone acaba de dotarse en España a través de la compra de Ono de su servicio de televisión de pago y se apresta a pujar por otros derechos.
Pero, al margen de una posible burbuja, estamos ya ante una mala noticia para los consumidores y también para los anunciantes. Veremos si también para los propietarios originales de esos derechos, que prefieren hacer caja hoy antes que promover y sostener el interés del público por su actividad.