Parece que algunos no quieren que la guerra contra la obesidad infantil se quede solamente en la prohibición de determinados productos, el control y autocontrol de la publicidad y la prohibición de determinadas promociones, sino que pretenden aprovechar la situación para proponer que se grave el precio de los productos de comida rápida, abusivamente denominada comida basura por los medios de comunicación. Ya sabemos que la elección de las palabras nunca es neutral.
Parece como si los poderes públicos se hubiesen empeñado en legislar sobre la vida y las decisiones de los ciudadanos a raíz de la ley antitabaco. Pero la distancia que hay entre fumar en público y comer es inabarcable desde el punto de vista médico y ético. Ninguna persona que esté al lado de alguien que esté ingiriendo el alimento más indigesto del mundo, sufre las consecuencias del comportamiento de éste, por muy cerca que se siente. Esa es sólo una consideración, aunque podrían hacerse muchas más para tratar de llamar a la cordura del legislador. Para empezar, las cadenas de comida rápida han hecho unos esfuerzos enormes para adaptarse a la nueva situación del mercado. Si comparamos sus cartas con las de hace quince años veremos que no tienen nada que ver, ni tampoco la composición de los productos. Sería absolutamente injusto recompensar su innovación y actividad de I+D con una subida de impuestos.
Por otro lado, si se hace una comparativa entre los bocadillos más populares en un bar tradicional español y los menús más habituales de una hamburguesería, nos podríamos llevar una enorme sorpresa. De hecho podría salirle el tiro por la culata también a aquellos grupos de presión que propugnan esta medida, o la contraria: rebajar los impuestos a los productos saludables. Es factible fabricar una hamburguesa irreprochable desde el punto de vista dietético, pero parece difícil hacer lo mismo con un bocadillo de queso con panceta.
Antes que cargar contra la publicidad o contra los productos supuestamente insanos, los grupos de presión deberían asegurarse de qué entraría en ese saco si se establecieran unos baremos objetivos. Y el Gobierno debería mejor utilizar la comunicación para difundir hábitos saludables de alimentación y dejar a los ciudadanos que decidan qué es lo que quieren comer en cada momento, sin condicionar constantemente su libertad de elección.