Opinión

África

La ceguera infantil en África alcanza niveles tan horrendos que harían dudar de la existencia de Dios al mismísimo Papa de Roma. Tres millones de niños son ciegos por falta de vitamina A. Sólo en Uganda el 23% de los niños padecen una avitaminosis de alto riesgo.

La solución occidental típica es distribuir a través de ONGs suplementos vitamínicos comprados a corporaciones farmacéuticas. Son eficaces, pero sin duda caros, costosos de transportar e inalcanzables para familias que viven diseminadas en miles de kilómetros cuadrados.

Tres millones de dolorosas evidencias –de dolorosas invidencias- demuestran que el sistema no funciona.

La esperanza llega de una idea –no debería sorprendernos de una mujer que vive en África.

Su deslumbrante y sencillo eureka se llama boniato. El cuerpo humano obtiene la vitamina A del betacaroteno, que se encuentra en las hortalizas de color naranja, como los boniatos.

La doctora Christine Holz ha investigado el boniato naranja, una variedad con una concentración de betacaroteno cinco veces mayor. Además de fácil de cultivar y de cocinar, el boniato naranja es dulce y los niños ugandeses lo consideran una golosina.

En 2012, esta brillante y creativa científica promovió que 12.000 mujeres agricultoras recibieran boniatos naranjas. La forma de pagarlos no era con dinero, sino compartiendo la futura cosecha con otras familias.

De ese modo, al pasar los frutos de la cosecha de una familia otra, los boniatos se diseminaron por sí solos, sin necesidad de logística alguna. En dos años, la avitaminosis entre los niños de esas familias había descendido del 50% al 12%.

En 2016, los boniatos de la doctora Holz habían ya llegado a 225.000 familias, en Uganda y Mozambique. Un humilde boniato y la inteligencia de una mujer resolvieron lo que las multinacionales farmacéuticas, las compañías de transporte aéreo y las ONGs no pudieron solucionar.

En otro lugar del continente, en Kenia, encontramos otra solución africana a un problema para nosotros lejanísimo e inconcebible.

Supongamos que nuestro coche tiene 400.000 kilómetros y piezas de repuesto confeccionadas con la varilla de un paraguas, y que un día decide pararse para siempre en una polvorienta cuneta de Kenia.

No tenemos tarjetas de crédito, y aunque las tuviéramos nadie en cientos de kilómetros las iba aceptar. El mecánico más próximo está a diez horas en autostop y, lo que es aún peor, no tenemos dinero. Ni en efectivo ni de ninguna otra manera.

El banco, en caso de que tengamos uno, no nos va a prestar una cantidad tan pequeña para ellos y tan colosal para nosotros. Así que si queremos reparar nuestro coche tendremos que recurrir a un prestamista.

Éste extenderá unos papeles roñosos que ni siquiera leeremos. Total, digan lo que digan, tendremos que aceptar el interés del 50% que nos impone. Firmaremos, y si queremos conservar todas nuestras extremidades, mejor será que no tengamos la tentación de no devolverlo.

David Munga, un brillante keniata de 33 años, ha inventado la manera de conseguir dinero de emergencia al momento y a un interés que concilia el negocio con la decencia.

Cualquier persona con un teléfono móvil –y África es el continente del móvil- puede conseguir prestados, en caso de necesidad repentina, unos cientos de dólares en unos minutos.

La startup del señor Munga ha llegado a acuerdos con veinte grandes compañías de Kenia para prestar a sus empleados hasta el 20% de su salario. En el momento en que lo necesiten, pueden autoconcederse ese micropréstamo a través de la app creada por el señor Munga. El crédito llega al móvil en forma de pin, que se introduce en cualquier cajero y se convierte en billetes.

Las cuotas de devolución se detraen directamente de sus nóminas en los meses siguientes. Quienes no tienen nómina pueden recoger el dinero en una tienda de su compañía telefónica y pagar cada mes la cuota del préstamo con la factura del móvil.

Son malas noticias para los prestamistas y muy buenas para quienes viven al día y no están en capacidad de guardar nada bajo el colchón.

África tan sólo ha empezado a sorprendernos y a enseñarnos unas cuantas cosas, además de humildad.

Para resolver un problema hay que comprenderlo en profundidad. Haberlo sufrido en carne propia ayuda considerablemente.

La superficialidad con la que la mayoría trabajamos en Occidente nos hace incapaces de resolver problemas realmente profundos y complejos.

La abundancia nos aturulla. La escasez estimula el ingenio y la creatividad.

Así lo ha observado también el chef Andoni Adúriz, quien se impone la autolimitación de ingredientes para producir ideas inesperadas.

La cocina tradicional de nuestras abuelas también se gestó en un contexto limitante.

Y sí, nuestra desdeñosa autosuficiencia de creativos varones, blancos y occidentales debe inclinar la cabeza ante la creatividad de los africanos. Muy especialmente la de las mujeres africanas.

I met God. She's black, decía una pintada hippy en los 70.

 

Ilustración: Jordi Carreras

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