Bueno, pues ya está. Se acabaron las certezas. No creo que nadie sea capaz ya de dar titulares rotundos, o de lanzar cualquier tipo de predicción sin tener que disimular sudores fríos. No sabemos ni podemos empezar a intuir cómo será el futuro. Mucho menos, me temo, el futuro de la publicidad. A mí esta incertidumbre, paradójicamente, y no sé bien por qué, me alivia un poco.
Estos días andamos todos haciéndonos infinidad de preguntas. Sobre lo que significa nuestro trabajo, sobre nuestro rol en la sociedad, sobre el tono, la empatía, la idoneidad o no de comunicar en estos días. Sobre si nos gusta o no lo que hacemos, o si podemos sentirnos útiles con nuestra profesión. Útiles de verdad. Sobre nuestra capacidad, o incapacidad, de estar callados, incluso. Preguntas sobre cómo afectará esto a nuestro sector, cómo cambiará el rol del marketing. O incluso el rol de las empresas en la sociedad. Sobre qué necesitamos, cómo producimos, cómo consumimos. Sobre el valor de nuestro tiempo, sobre lo que creíamos esencial y era completamente accesorio.
Podría seguir, porque tengo más rondándome todos estos días. Pero lo verdaderamente importante, más allá de qué preguntas son, es el hecho de preguntárnoslas. Esta situación nos ha obligado a pensar. Y, ahora que lo escribo, quizás sea eso lo que me hace sentir cierto alivio.
Hemos trabajado demasiados años con el piloto automático puesto. Siguiendo la inercia, o los caminos que otros marcaban, sin parar a cuestionarnos si eran los correctos. Y ahora todos esos caminos se han borrado. Nos toca a cada uno decidir, paso a paso, cuál es nuestro norte, repensar cada pequeño movimiento. Preguntarse cosas, probar, equivocarse y reconocerlo.
Caminar a ciegas confiando en que llegarás a algún sitio. Años hablando de innovación, y en el fondo la innovación era esto, inventarse caminos. Imaginar, al fin y al cabo. Vaya, justo en lo que se suponía que éramos expertos.
La mayor fortaleza de nuestra industria, su mayor diferencia, es la imaginación, y sin embargo hemos estado años acomodados en modelos basados en certezas. Es normal, nuestro cerebro es adicto a las certezas, o más bien a la dopamina que generan y que provocan esa sensación tan reconfortante. Pero que las certezas nos hagan sentir bien no quiere decir que sean buenas para nosotros. Porque cuando saltan por los aires, solo aquellos acostumbrados a trabajar en incertidumbres son capaces de moverse y de ayudar a los demás.
Tras el 11S, el Pentágono reunió a treinta de los mejores guionistas, directores y productores de Hollywood para ayudarles a imaginar escenarios de posibles ataques terroristas en el futuro. La organización con, seguramente, más datos del mundo necesitó echar mano de la mayor industria de la imaginación para ponerse de nuevo en marcha.
Quizás esta situación sirva para hacernos ver el rol que podemos llegar a tener como industria creativa, lo que podemos aportar a las empresas y a la sociedad imaginando futuros, haciendo preguntas, haciendo pensar a nuestros clientes. Porque nuestro trabajo no debería fundamentarse en aportar certezas, sino en hacer dudar, en incomodar, en cuestionar lo que parece inamovible. En promover en las organizaciones un poco de incertidumbre, en hacerlas más mutables, más resilientes. En prepararlas para una página en blanco.
Y para eso las preguntas son mucho más útiles que las respuestas.