Opinión

Morse

La guerra civil americana fue, si la reducimos al mínimo, el choque de una idea contra otra idea.

Los estados Confederados –el Sur- defendían un modelo económico extraordinariamente rentable: la esclavitud.

Nunca como entonces fueron las cosas tan fáciles para los hoy llamados emprendedores. La mano de obra no cobraba nada y su despido (venta) proporcionaba ingresos y no gastos. Así, levantar una plantación rentable de –digamosalgodón era pan comido.

Los estados de la Unión –el Norte- defendían una idea revolucionaria, heredada de la revolución francesa: todos los hombres son iguales en derechos, independientemente de su raza o religión. Cierto es que el Norte hizo la vista gorda con la igualdad de las mujeres, pero hay que reconocerle lo avanzado de su idea para los tiempos que corrían.

Eran los años finales de la revolución industrial, que precedió al mayor enriquecimiento de las clases medias jamás visto en la historia de la humanidad.

La idea del Sur pertenecía al siglo XIX. La idea del Norte estaba cerca de inaugurar el siglo XX.

Visto hoy, es fácil señalar cuál de las dos ideas era superior.

La idea del Norte era mejor por su originalidad, por su capacidad para sostenerse en el tiempo, por el retorno de la inversión, por su poder de viralización universal, por su efecto wow, por su memorabilidad, por su likeability, por su engagement y por su pasmosa sencillez: todos los hombres son iguales.

La idea del Sur era anticuada, repetida y versionada mil veces, y despertaba un rechazo virulento entre los más jóvenes, la población urbana, los extranjeros y, como era esperable, entre las minorías.

Sin embargo, los principios no fueron fáciles. El propio Lincoln tuvo que aceptar ciertas modificaciones de la idea original, como permitir que los estados ya adheridos a la Unión pero que a la vez eran esclavistas pudieran mantener a sus esclavos. Sí, Lincoln también tuvo que hacer concesiones para que su idea saliera adelante.

La principal baza del Sur era que no tenia ningún territorio que conquistar. Con mantener sus fronteras y convencer al Norte de que invadirles era demasiado costoso tenía ganada la partida.

Al Sur le bastaba con decir no a la nueva idea. Era el Norte quien tenía que hacer todo el esfuerzo para demostrar la superioridad de su innovación e imponerla. Ahora ya por la fuerza.

Conseguir tamaña empresa no dependía sólo de la enorme elocuencia oratoria de Lincoln (que era mucha). Para vencer en el campo de batalla, el Norte tenía un arma secreta: el señor Morse.

Samuel Morse, inventor del telégrafo, había conseguido tender las primeras líneas permanentes entre las principales ciudades de la Unión quince años antes de la guerra. El propio Lincoln había sido radiotelegrafista en su juventud y era capaz de leer él mismo en el código de Samuel Morse.

El centro de operaciones de la Unión estaba en Washington, a cientos de kilómetros de las líneas del frente. Los cuarteles generales confederados –había varios- estaban mucho más cerca de las bayonetas.

Y sin embargo, los mensajes de Lincoln a sus generales llegaban antes, sus códigos encriptados eran más seguros y él mismo, que se mantenía despierto en su war room, lanzaba docenas de mensajes diarios a sus tropas a la vez que recibía información del frente en tiempo real.

Por el contrario, las órdenes de los generales confederados viajaban también a toda velocidad, sí, pero a caballo. El Norte movilizaba tropas, reclamaba voluntarios y ejecutaba acciones militares sacándole al Sur veinticuatro horas de ventaja en cada movimiento.

El resultado es de sobra conocido. La idea del Norte ganó la guerra, se extendió por todo el país y guió al resto del mundo hacia el siglo XX.

Que la tecnología puede convertir una idea brillante en un movimiento transformador no es nada que hayamos descubierto nosotros.

Ocurrió en la guerra de secesión americana y ya había ocurrido con la máquina de vapor y la revolución francesa, con la imprenta y el Renacimiento, y está ocurriendo ahora con la gran revolución digital que tenemos el confuso privilegio de vivir.

La pregunta no es en ningún caso qué es más importante, si la idea o la tecnología. La pregunta debería ser: ¿qué ideas y qué valores va a impulsar y hacer imparables esta revolución tecnológica?

Abracemos la tecnología, entendamos qué cambios provoca en el mundo en que vivimos y hagamos lo que sabemos hacer mejor: produzcamos ideas y que la tecnología nos ayude a impulsarlas.

Y no tengamos prisa. Metabolicemos la ansiedad de la incertidumbre y aprendamos a vivir con ella. Incluso las revoluciones no se resuelven de la noche a la mañana. Sin ir más lejos, el voto de las mujeres americanas no se logró hasta 45 años después del fin de la guerra civil. Paciencia.

Ilustración: Jordi Carreras

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