Nos va a llevar un tiempo esto del propósito, me da a mí.
Ojo, no dudo de la convicción de las empresas de la necesidad de establecer un propósito claro para sus marcas.
Claramente la mayoría se lo han marcado como gran objetivo para 2020. Lo peliagudo llega a la hora de acordar cuál es y, sobre todo, en qué se traduce.
La dificultad de los procesos de definición de propósito de marca es que, a medida que se van perfilando, los resultados terminan devolviéndonos frases desconcertantemente parecidas a un propósito que cualquiera de nosotros podría haberse puesto de cara al año nuevo. Las marcas no pueden empezar a ir al gimnasio o dejar de fumar, pero sí cuidar más de los suyos, hacer algo por el medio ambiente, aportar su granito de arena a la cultura, o ayudar de alguna manera a la sociedad. El tema es que muchas organizaciones no están preparadas para trabajar con objetivos tan humanos, casi imposibles de transformar en métricas.
Pero es que en el fondo lo que los consumidores –o más bien toda la sociedad– están reclamando a las empresas es que se vuelvan, sencillamente, un poco más humanas. Incluso a costa de ser más imperfectas. Un humano, en general, siempre genera menos dinero que una máquina o un algoritmo, y se equivoca más. Pero a un humano, también en general, le perdonamos los errores, mientras que una máquina que falla tiene muchas papeletas para acabar sustituida. Sencillamente, los humanos nos caen mejor.
¿Y por qué nos caen mejor? Porque tienen personalidad, opiniones. Algo difícil de conseguir en una empresa. Sobre todo, en una grande.
Muchas organizaciones se han entregado a una, a mi juicio, mal entendida horizontalidad. Buscando objetivos muy loables como pueden ser una visión transversal de negocio o aprovechar todo el capital humano de la empresa, hemos terminado en un sistema de trabajo plagado de reuniones excesivamente democráticas (nunca me imaginé escribiendo esas dos palabras juntas) en las que se persigue, por encima de todo, el acuerdo. Eso, a priori, suena bien, pero no está tan bien. Porque cuando algo es fácil de aceptar por todo el mundo, seguramente no sea verdaderamente relevante para nadie. Y porque a veces el acuerdo total desdibuja el por qué original, la visión de alguien al iniciar un proyecto. Hemos sustituido el liderazgo por el consenso extremo. Y las ideas surgidas del consenso suelen andar cortas, precisamente, de personalidad.
Antes casi todas las compañías tenían dueños, y la visión y personalidad de la compañía era la suya. A veces acertaban, otras se equivocaban, y los dueños más inteligentes sabían escuchar las opiniones de los expertos para, después, tomar sus propias decisiones. Pero, antes o después, decidían. Se mojaban con una visión, a veces incluso con una intuición o un pálpito, y la perseguían. Pero los consejos de administración no tienen pálpitos, así que deciden según los impersonales números.
PERSONALIDAD
Necesitamos recuperar una cultura del liderazgo.
Evolucionar a estructuras que premien que ciertas personas impregnen de su personalidad una compañía. Personas con visión transformadora que marquen el camino e ilusionen a los demás con él, aunque no siempre estén todos de acuerdo.
Personas con una ambición que va más allá de las cifras y las métricas; una ambición de dejar huella. Líderes más allá del CEO, en todos los niveles de las compañías.
Esto, según la lógica empresarial, seguramente sea poco eficiente, porque vuelve a las organizaciones demasiado dependientes del talento y la visión de unas pocas personas concretas. Y si esas personas desaparecen, esa visión se pierde y todo se tambalea.
Pero esta transformación en empresas con propósito necesita, para ser auténtica, liderazgos claros. Tomar decisiones arriesgadas casi imposibles de plantear en una estructura excesivamente horizontal. En el camino del propósito, alguien tendrá que sentirse incómodo. Porque si no, no cambiaremos nada. Necesitamos gente que tome decisiones, aunque a veces se equivoque. Lo bueno es que a las personas les perdonamos los errores. A las máquinas de hacer dinero no.