Opinión

Reputación

Carlos Holemans / Ilustración: Jordi carreras

Hubo un tiempo en el que los premios no es que fueran importantes, sino que constituían un verdadero juicio de Dios. Una línea trazada en la arena con la punta de un acero, como la que dibujó Pizarro. A un lado, la fama y la gloria. Al otro lado, la nada, el olvido de los don nadie.

Creativos, agencias enteras e incluso algunos directores de marketing dependían del veredicto de los festivales para dilucidar si se encontraban de un lado de la línea o del otro. Aumentos de sueldo, promociones, bonos, nuevos clientes u ofertas suculentas estaban del lado iluminado por el fulgor de los metales ganados. Los otros, los de la orilla pobre, se lamían la vanidad herida, en la umbría de los que no pasaron de la short list.

La ecuación era bastante simple. Trabajo brillante igual a premios, igual a mejores oportunidades, igual a mejor trabajo, igual a más premios. Tal era el círculo virtuoso de la prosperidad.

Cierto es que así se desbocaron algunas autoestimas, tan efervescentes como efímeras. Crecimos montando una yegua loca de nombre Fama. Hoy galopando bajo los focos. Mañana dolorosamente descabalgados, masticando polvo.

Nuestra relación con los premios llegó a ser patológica. Porque, ¿cuántos había que ganar para ser verdaderamente bueno, para habitar en el círculo de los elegidos? ¿Bastaba con diez? ¿O mejor veinte? Porque había quien tenía cien.

¿Y si un año no ganabas ninguno? Angustia. Una dependencia de libro, una adicción incurable.

Hasta que nos pusimos a pensar. No a pensar un trucho más. Sino a pensar de verdad: todo esto, ¿para qué sirve? ¿A quién beneficia?

En publicidad nadie (o casi nadie) invierte en I + D. Así que son los festivales los que ocupan esa función. Son un foro de intercambio de ideas que nos enseñan a pensar fuera del brief, fuera del formato estándar, más allá de los límites que la realidad impone. Algo así como los desfiles de moda, un espacio para experimentos que poco tienen que ver con la ropa que la gente viste todos los días.

Esa es para mí su función más noble. Sólo eso ya los convierte en imprescindibles.

Sin embargo, el perverso mecanismo de adicción al metal que mencionaba antes tiene otras funciones.

El vicepresidente financiero de la agencia alemana más premiada de todos los tiempos me describía la gran inversión que hacía en festivales como una operación muy rentable. Les permitía fichar más barato, blindar el talento ante ofertas de otras agencias y, en definitiva, pagar menos a sus creativos. Un insólito aunque inteligente punto de vista.

Hoy en día, nadie en su sano juicio puede creer que esas grandes corporaciones que se encaraman a lo alto de los rankings de agencias creativas sean en realidad las agencias que ponen en la calle el mejor producto creativo. Nadie lo cree, salvo ellos mismos, verdaderos destinatarios del mensaje "qué buenos somos". *

Su ingente inversión en inscripciones y trabajo ficticio (aunque publicado, y por tanto legal) es también rentable. Constituye una eficacísima cortina de humo que oculta resultados económicos ruinosos, trabajo gris y de nulo atractivo para los anunciantes, y en definitiva, falta de competitividad. Alguien en sus cuarteles generales se está diciendo "cuánto dinero perdemos en España, pero qué buenos somos".

Así que no pensemos que pueda ser inmoral que una agencia despida a varias docenas de trabajadores mientras inscribe piezas y piezas que nadie ha visto en los festivales. Es de una lógica económica aplastante. Se trata de ganar reputación.

Porque la ecuación que nos plantearon estaba equivocada. No trabajamos en la industria de los premios. Trabajamos en la industria de la reputación. La que construimos para nuestros clientes con nuestro trabajo. Y como consecuencia de ésta, la que construimos de nosotros mismos.

Y si no puedes ganarla poniendo campañas de éxito en la calle, que es la manera natural y duradera de obtenerla, hay que encontrar otras fuentes. Los premios cubren esa función. Por eso algunos festivales se han convertido, así mismo, en buenos negocios. Son proveedores de reputación, un bien escaso y valioso.

Vetusto y ‘demodé'

Con respecto a la vanidad y al glamour, los jóvenes que comienzan sus carreras hoy en las agencias, proletarizados como nunca antes, tienen preocupaciones más urgentes y menos banales. Cuando tienes que pagar el alquiler con un salario de poco más de 900 euros, hablar de glamour suena a lujo vetusto y demodé.

Sí, los premios han perdido mucho de su valor. Sin embargo, la cotización de la reputación es hoy más alta que nunca. Si no fuera así, Facebook no existiría.

Es muy fácil encontrar un creativo o una agencia que haya ganado alguna vez un premio. Lo difícil es que alguien lleve haciendo trabajo premiable, e incluso premiado, durante diez, quince o veinte años.

Eso sí es construir verdadera reputación. Pero eso cuesta esfuerzo, cuesta trabajo, precisa paciencia.

¿Esfuerzo? ¿Trabajo? ¿Paciencia? Nada que ver con la urgencia del adicto, que acude al festival a buscar su recompensa inmediata. Como el yonqui su metadona.

* Desde luego, los anunciantes no lo creen. Basta con leer el AgencyScope 2010 del Grupo Consultores y consultar lo que nuestros clientes opinan sobre los rankings y los premios y cuál es su criterio para elegir agencia.

photoconhache@anuncios.com

 
 

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