“No perteneces a ese lugar. Tu sitio está aquí con nosotros, con tu familia. No te vayas”. Estas fueron las últimas palabras que me dijo. Diecisiete palabras más pesadas que los dos años que llevo fuera de casa. Diecisiete palabras que no sirvieron para hacer que me quedara, pero sí para seguir allí aun habiéndome ido. Están enquistadas dentro de mí, como un cáncer que crece lentamente, llenándome, comiéndome por dentro.
Cada noche, estas palabras golpean violentamente contra la puerta de mi habitación. Yo lucho, me retuerzo en la cama intentando ignorarlas, pero todo esfuerzo resulta inútil, la puerta se viene abajo y ahí está ella, inmóvil, mirándome fijamente mientras el resto de la habitación se deshace como un castillo de arena acariciado por el mar. Todo a mi alrededor se desvanece, y vuelvo a mi hogar. Puedo ver las dormidas y majestuosas montañas, el suave repicar del sol en las marismas y el monótono verdor que maquilla las extensas llanuras.
Cierro los ojos e inhalo con fuerza. Inhalo. Inhalo. Inhalo. Inhalo lo suficiente como para llenar todo mi ser con el fresco aire que me regalan los condescendientes bosques de bambú. Me lleno de ese aire ahogándome de nostalgia. Al mirar a la derecha puedo ver a toda mi familia. Los más pequeños juegan, mientras que los adultos descansan y charlan tranquilamente bajo la sombra que los árboles dibujan en la hierba. Ninguno de ellos parece percatarse de mi presencia, pero no me importa, yo no digo nada, simplemente contemplo la escena dejándome llevar, víctima de la serenidad del momento. Entonces, un aroma a flores me embiste por la espalda, es ella. Me doy la vuelta y avanzo, casi levitando, a su encuentro. Abro los brazos para abrazarla pero ella permanece inmóvil. No hace nada. Me detengo sin entender qué es lo que está pasando y, cuando estoy a punto de dirigirle la palabra, su boca se adelanta diciendo: “No perteneces a ese lugar. Tu sitio está aquí con nosotros, con tu familia. No te vayas”.
Me despierto y tardo unos segundos en asimilar que todo era un mal sueño, el mismo de todas las noches, y que vuelvo a estar en mi habitación. Solo. A más de cuatro mil kilómetros y dos años de distancia. Una áspera pena se apoya en mi estómago y permanece ahí durante todo el día.
Ya en la furgoneta, de camino al estudio, miro por la ventanilla, y lo que veo hace que me lo replantee todo. Pienso en abandonar esta asfixiante ciudad y volver con ella y mi familia a las montañas. A mi verdadero hogar. Pero al llegar al estudio de sonido toda esa nostalgia se detiene, se hace el silencio y de repente estoy en paz. Agarro las baquetas y mutilo a golpes la batería siguiendo el ritmo, dejándome llevar por la música, sintiéndola fluir en mi interior, imparable, como un torrente de agua capaz de arrasar todo.
