Los editores ingleses de las obras de Roald Dahl, creador de maravillas como Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante o Matilda, por citar las más famosas, anunciaron el otro día su intención de revisar los textos originales del escritor, para eliminar lo que consideran contenido inapropiado: referencias a género, al peso de los personajes, etc. La decisión ha generado bastante polémica y muchas voces en todo el mundo se han alzado en su contra. Una de ellas, la de la escritora Elvira Lindo, que publicaba un artículo hablando del tema, en el que celebraba que por fin se armara un revuelo en torno a la censura en la literatura infantil: “Les aseguro que el asunto interesa realmente tan poco en el mundo cultural que ha tenido que llegar un tótem como Roald Dahl para que algunos se lleven las manos a la cabeza”.

La censura siempre se ha apoyado en la misma premisa: la gente es idiota. Al contrario que los censores, que saben distinguir perfectamente lo bueno de lo malo, las personas de la calle son seres inferiores que carecen de esa capacidad. Por eso, hay que evitar que lean, escuchen o vean determinados contenidos porque, como son tontos, los van a malinterpretar. Algo que, según la autora, sucede recurrentemente en la literatura infantil: “Hace ya muchos años que la mirada castrante y sobreprotectora de algunos expertos condenó a las brujas a ser buenas, a los lobos a ser amables y al patito feo a no transformarse en cisne para que el lector no viera en ese final una inaceptable victoria de la belleza. Hace tiempo que algunos animalistas radicales tienen el ojo puesto en las viejas fábulas porque detestan la visión antropocéntrica con que se define el carácter de los animales”.
Lindo, que tuvo que publicar sus Manolito Gafotas como libros para adultos en E.E.U.U. para evitar la tijera, defiende con sabio criterio, el absurdo de que los niños sean encasillados en esa categoría de criaturas lelas necesitadas del acogedor abrazo de los inquisidores: “A la inclusividad de los diferentes caminamos todos por nuestro propio pie, sin necesidad de catecismos. Pensar que la literatura infantil es un manual de buen comportamiento es despreciar a esos astutos lectores que saben quedarse con lo esencial”. Muy al contrario, sostiene que “la buena literatura infantil, la que juega en el mismo equipo que los pequeños lectores, ha de poseer algo transgresor, subversivo y no pedagógico, para que los niños sientan que entran en un terreno de plena soberanía.”
En la publicidad española existe un organismo corrector que también considera que las personas debemos ser protegidas de contenidos inapropiados, porque no sabemos distinguir lo anecdótico de lo importante, porque pensamos siempre que lo que aparece en una pieza publicitaria es necesariamente un ejemplo de cómo debemos actuar en nuestra vida. Algo que nació justificadamente para defender al sector de esos anunciantes cutres que hacían publicidad chusca, y se ha convertido en todo lo contrario: un escollo para las marcas que tratan a los consumidores como personas inteligentes y creen en el ingenio y la creatividad como herramienta para llegar a ellos.
Eso hace que la publicidad sea cada vez más plana, aburrida e intrascendente, más como la haría ChatGPT, que por cierto, tiene también un mecanismo de control propio que descarta cualquier respuesta políticamente incorrecta.
Al final, la presión popular ha hecho recular a la editorial británica, que ha dicho que seguirá editando las obras tal cual fueron concebidas. Sería precioso que los medios españoles también rechazaran la censura publicitaria; si lo hicieran, igual hasta conseguirían que la gente volviera a tener interés en sus bloques, que ahora, con tanto recorte, aburren tanto como Charlie y la Fábrica de Chocolate sin un Augustus Gloop con sobrepeso.
Por cierto, y ya que estamos, nunca he entendido por qué la institución que defiende la corrección política en la publicidad patria se ceba en las campañas comerciales, pero jamás se pronuncia sobre una publicidad que miente sistemáticamente y denigra con total impunidad a su competencia: la propaganda electoral. Los políticos anuncian sin parar cosas claramente indemostrables e incumplibles, y una vez que llegan al poder gracias a esos anuncios falsos, se olvidan por completo de sus promesas; ¿No sería más importante controlar eso que los spots de lavadoras? Ahí lo dejo.