"La tierra provee suficiente para satisfacer las necesidades de todo hombre, pero no la ambición de cada hombre". Mahatma Gandhi
Los principales gigantes tecnológicos de este siglo han comenzado como humildes start ups desde algún garaje en Silicon Valley o algún dormitorio en Harvard. Hoy en día, Google, Facebook, Amazon, Apple y Microsoft suman una facturación que supera los 5 billones de dólares, o el equivalente a cuatro veces el PIB de España. Estas cinco empresas cerraron el 2017 como cinco de las seis más valiosas en cotización bursátil – Berkshire Hathaway superó a Facebook como número cinco por apenas un 0,5%-. No está mal para un grupo de empresas que no vieron la luz del día hasta finales del siglo pasado.
Estos cinco gigantes han tomado tal dimensión que han redefinido el término lealtad del consumidor para convertirlo más en necesidad del consumidor o, peor aún, en adicción. ¿Cuántos de nosotros podemos pasar un día sin una búsqueda en Google? ¿O más de doce horas sin ver nuestro perfil de Facebook? ¿O sin abrir una hoja de cálculo antes de la hora del aperitivo? ¿O salir de casa sin nuestro IPhone? La ambición es un sentimiento insaciable que suele generar aún más ambición, y frecuentemente con omnipotencia.
Paradójicamente, esta ambición alimenta y destruye la innovación. La alimenta, porque estas empresas invierten grandes sumas en I+D con el fin de innovar para aumentar aún más su dominancia. La destruye, porque estas empresas pueden utilizar su enorme poder para destrozar a la competencia. Irónicamente, la competencia es, en la mayoría de los casos, otra start up de Silicon Valley o de algún dormitorio del MIT. Algunas de estas empresas han sido acusadas de prácticas anticompetitivas para mantener y/o aumentar su dominancia. Durante muchos años, los gobiernos han hecho la vista gorda, pero últimamente los organismos de la Unión Europea y Estados Unidos han abierto el debate, y bastante más. En Estados Unidos, tanto desde el gobierno federal como desde los estatales, han llevado a estos gigantes a los tribunales para penalizar y regular sus actividades anticompetencia. En la UE, la danesa Margarethe Vestager, encargada de competencia en Bruselas, ha tomado medidas aún más agresivas.
El debate gira alrededor de varios problemas. ¿Qué es lo mejor para el consumidor? ¿Qué fomenta o deteriora la innovación? ¿Qué ayuda o daña la competencia? En teoría, las leyes antimonopolistas fueron creadas para apoyar la innovación. Por muy innovadoras que nos puedan resultar Google o Apple, ninguna existiría hoy si Yahoo! o IBM hubieran abusado de su omnipotencia. Algunos argumentan que el mercado se autorregula, y que Google fue posible porque Yahoo! y los buscadores líderes de la época – Altavista, Lycos o Excite – no fueron capaces de innovar a la altura de dos estudiantes de Stanford y desaparecieron poco después del lanzamiento de Google. El sistema capitalista se basa en mercados libres, donde el propio mercado –la masa de consumidores– determina con su conducta colectiva si una empresa sobrevive, tiene éxito, domina un mercado o desaparece. Sin embargo, el capitalismo está regulado a varios niveles, porque los mercados son imperfectos.
Una empresa monopolista no es una empresa normal y debe regirse bajo otras normas. Porque el poder suele generar abuso de poder. La ambición genera más ambición. Y la adicción genera más adicción. Y sin regulación, las reglas del juego no promueven la innovación. Si queremos que los innovadores nos sigan deleitando con sus nuevos inventos y tecnologías, debemos darles sitio para que puedan competir. Se trata más de satisfacer las necesidades de todo hombre (y toda mujer) y no la ambición de cada uno de ellos.