El otro día me pedí un escalope en un sitio de menú del día al que suelo ir de vez en cuando. Según lo estaba pidiendo, ya estaba siendo consciente de que, como mucho en una hora, me iba a arrepentir de haberlo pedido. Yo sabía que el escalope me iba a sentar mal, que estaría hecho en un aceite regulero y que iba a estar comiendo filete lo que quedaba de día. Y, aun así, lo pedí. Porque a veces sabemos que hay cosas que no nos hacen bien, que no nos dejan buenas sensaciones y, aun así, nos metemos en ellas de cabeza.
Pues las redes sociales se están convirtiendo en un escalope para mí, una tentación que sé que al final me pasa factura. Suelo acabar pegándole un bocado a la manzana, sobre todo cuando estoy muy cansada y engañándome a mí misma pienso que las redes son una manera de relajarme, de ver cosas insustanciales, en las que no hace falta que pongas foco, divertidas o banales quizá, pero al final lo que me suele quedar es mucho más cansancio mental del que ya traía y a eso, además, tengo que sumarle sentimientos de envidia por los que están, qué sé yo, en la playa o en mitad de un bosque japonés; frustración cuando veo que en lugar de estar haciendo deporte, ensaladas de pepino y kimchi o una limpieza facial en siete pasos, yo estoy haciendo scroll infinito y las únicas agujetas que tendré serán en el cuello por la mala postura. Y enfado, miedo u odio, que todavía es mucho peor.
Diré aquí a modo de confesión que incluso me puse un tope de tiempo al día que, por supuesto, incumplía la mayor parte de las veces. Pero bueno, yo soy una adulta más o menos responsable y sé que el algoritmo existe y que está diseñado para enseñarme sofás hasta que acabe comprando uno (os puedo hacer una comparativa digna de cualquier instituto de investigación) o para enseñarme mensajes cada vez más radicalizados, de esto sabe mucho Marta Peirano y lo cuenta en su libro El enemigo conoce el sistema.
Y, además, leo prensa y escucho la radio, y justo ahí, en la radio, he oído que, según un estudio de Save the Children, siete de cada diez adolescentes mayores de catorce años se informan solo a través de redes sociales e influencers, y que no contrastan la información que reciben. Esto es tremendo, porque como sociedad nos estamos haciendo muy maleables. Creo que las redes sociales tienen una parte buena. Yo he sido una gran defensora de ellas en lo profesional y en lo personal y sé que gran parte de nuestro negocio depende de ellas, pero no puedo evitar plantearme si nosotros no deberíamos hacer algo para que ese aspecto tan bueno de descubrimiento, de inclusión y de conocimiento con el que nacieron, no termine por desaparecer mientras a manos llenas seguimos alimentando al monstruo y mirando para otro lado. Yo seguiré haciendo, mejor o peor, la digestión de mi escalope social y trataré de que mi hija adolescente saque la cabeza de su teléfono con más frecuencia.
Le repetiré las veces que haga falta que, aunque lo digan en Insta o en TikTok, no tiene por qué ser verdad, pero ¿durante cuánto tiempo seré más fiable que ese o esa influencer que le habla en su mismo idioma? No lo sé, lo que está claro es que para esto no hay Alka Seltzer que valga.
Gema Arias
Directora general de estrategia creativa en Kitchen y socia fundadora de Másmujerescreativas