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# opinión
y
Elvira Navarro Escritora
Vieja Se miró al espejo tras la operación de cataratas y descubrió que
se había vuelto vieja. Nunca se había visto las arrugas, miles, que
surcaban su rostro, como si de un día para otro hubieran pasado
veinte años por su cuerpo. Y al contemplar la piel ajada, quebrada,
destruida, de súbito comprendió lo que significaba la pérdida de
memoria que según el médico le había producido la diabetes, así
como la diabetes misma. Hasta ese momento, el no acordarse de
las tardes pasadas con su amiga Marisa le parecía una anécdota
casi exótica con la que sus hijas la hacían enfadar. Todo ese tiempo
había sospechado que los que no acababan de estar bien de la
cabeza eran los demás, en especial Marisa, sus propias hijas y el
médico, de cuyo diagnóstico de diabetes también sospechaba. No
es que ella negara estar enferma, sino que le parecía que el doctor
no acertaba con el diagnóstico por razones que no tenían que ver
con la medicina, sino con la idea que se había hecho sobre ella.
Al igual que el médico, la gente estaba también equivocada y se
empeñaba en colgarle sambenitos.
Pero ahora, al fin sola en casa, con los ojos casi recuperados
de la operación, se daba cuenta de que durante todo ese largo
tiempo, un tiempo de años, eran los otros quienes habían tenido
razón. De repente comprendía; la información se reacomodaba
en su cerebro en función del rostro, de sus cientos de arrugas
finísimas de mujer vieja. Vieja sin ninguna duda. Cobraba sentido
la diabetes, y el que hubiera tenido pérdidas de memoria iguales
a las que había sufrido su tía, a la que ella siempre engañaba
cuando niña. ¿No te acuerdas de que ha estallado una bomba en el
edificio de en frente?, le decía ladina, encantada de ver a la pobre
mujer asomada a la ventana y buscando en vano las imágenes
de la tragedia, dudando no de las palabras de su sobrina, sino
de sus propios sentidos. A pesar de que su tía había sido gorda
y bajita, y de que ella era alta y seca, de gatunos ojos azules que
nada tenían que ver con el marrón vulgar, ojeroso desde joven,
de la hermana de su padre, sus arrugas, pensó, eran exactamente
las mismas. Se había ajado por los mismos lugares, y al parecer
también su cerebro se resquebrajaba a ese compás. Cualquiera
de sus nietas podía contarle algo sobre sí misma o sobre el mundo
que fuera un cuento, y ella dudaría irremediablemente de sus
armas para hacer frente a la mentira. Las miraría con pasmo y
miedo, también con vergüenza por la mengua de sus facultades,
y además se disolvería su capacidad para valorar esta pérdida
conforme la enfermedad avanzara y ella perdiera los referentes,
su propia vida. ¿Cómo acabó su tía? De eso no se acuerda, o más
bien no quiere acordarse. La encontraron muerta, pero sabe que
hasta ese día pasaron unos cuantos años y bastantes bromas suyas
más hasta que dejó de tener sentido hacérselas.
¿Podía haber algo bueno en esa disolución de sí misma, algún tipo
Foto: Elba Fernández de rendición que la reconfortara?
Trató de descansar. No pudo. Algo la reconcomía, algo urgente,
pero no recordaba qué.
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