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# opinión
y
Elvira Navarro Escritora
Lo ininteligible Decía Carmen Martín Gaite en su discurso para la ceremonia de entrega
del premio Príncipe de Asturias de la Letras —lo recibió en 1988 junto con
José Ángel Valente—, que la fe en la palabra y en el pensamiento era uno
de los pocos privilegios que conservaba de tantos como le había arrebatado
la vida. No se refería con ello sólo a la palabra dada, sino también a la
recibida. “Quien tiene fe en la palabra y es apasionado de ella se puede dar
perfectamente cuenta de que no va a volver jamás a lo que es caos, a lo que
es confusión”, afirmaba en su discurso, añadiendo que no se le escapaba
que la palabra es una atalaya precaria y amenazada. El aún príncipe y casi
niño Felipe de Borbón presidía la ceremonia, y Martín Gaite se dirigió a él
para avisarle de que tendría que enfrentarse a una sociedad muy compleja
“dominada por la tecnología y las máquinas, los medios de comunicación de
masas, la prisa y la violencia y el desmedido afán de propiedad material, una
sociedad en la que arraiga la convicción de que todo es negociable”.
Sobre estas últimas afirmaciones, Martín Gaite seguramente se limitó a decir
lo que ella misma había visto desde los años sesenta en adelante, pero cuando
habló de la palabra, se remontó a su origen, a su niñez (nació en 1925), a lo
que le enseñaron los cuentos de hadas, a esa verdad o entendimiento que se
logra a través de las ficciones, y que son lecciones de vida. Se refería pues a
la palabra como un bien ético, una conducta que se atiene a la obediencia al
logos (ese principio racional del que hablaba Platón), y al que tanto la palabra
dada como la recibida se ordenan. Ello implica un compromiso esencial con
lo inteligible, porque la vocación de la palabra es ser compartida. Que los
demás entiendan lo que se dice era para Martín Gaite una virtud. “Afilar la
palabra, no perderle la cara, no prostituirla, no dilapidarla, cuidarla como un
tesoro, no hablar por hablar”, afirma.
Para la autora salmantina, era gracias a lo inteligible, y no a lo ininteligible,
que se puede poner en tela de juicio lo que se cree saber. Lo que parece una
verdad irrefutable, y que tan a menudo no lo es. Las convicciones fanáticas
siempre nos alertan de que la supuesta verdad esconde más fe que otra cosa.
Mientras escuchaba este discurso, pensaba en los políticos, cuyas
ininteligibilidades, es decir, cuya falta de compromiso con lo que han
recibido y con lo que dicen que van a dar, tenemos que soportar siempre,
gobierne quien gobierne. El clímax del hablar por hablar y de no poner jamás
en duda las convicciones propias, es decir, el clímax de lo ininteligible,
reina en las campañas electorales. Los candidatos se llenan la boca con
palabras cuyo valor no reside en que las vayan a cumplir, palabras a menudo
vagas e incomprensibles usadas con cinismo, estupidez o una mezcla de
ambas cosas. A pesar de esa ininteligibilidad, se nos pide a los ciudadanos
“entender” qué es la política. Nos dicen que quien no entienda que la duda y
la honradez no caben en ella es porque, valga la redundancia, no “entiende”
nada de política.
Cuando yo era más joven y tenía más fe en la política, no se me ocurría que
el simple afán de poder, la ganancia meramente material de unos pocos y la
más absoluta imbecilidad intelectual y moral pudieran ser, en democracia,
los motores de la vida política de un país entero. Les reprochaba a quienes
decían no querer saber nada su falta de implicación en la búsqueda del
bien común. Hoy, sin embargo, miro de otra manera a esas personas que se
Foto: Elba Fernández una incapacidad, un egoísmo o un miedo, sino una resistencia basada en la
desentienden de la actualidad política. Me parece que no expresan con ello
dignidad y en la creencia en lo inteligible, en lo que es sencillo de entender,
puede discutirse y tiene como fin el bien de todos, que les ha sido, y sigue
siendo aún, pisoteado y negado. #
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