Opinión

¿De quién son las marcas?

Para cuando se publique esta columna, con algo de suerte, tendremos Gobierno. Para bien o para mal, pero por lo menos podemos soñar con unos pocos años de descanso de campañas con promesas más o menos vacías y de política que dicen una cosa y la contraria dos CIS después.

Es curiosa la escena política contemporánea. Los partidos, en gran medida, ya no responden a ideologías férreas y se dedican a intentar convencernos de ellas. Han renunciado a su misión, y se han transformado en aparatos líquidos basados en infinidad de sondeos, social listenings y encuestas de opinión, donde la función de los políticos es encontrar potenciales caladeros de voto y modular sus mensajes para captar a la mayor masa de votantes posible. Es, en el fondo, la mayor y más pervertida forma de democracia, porque nuestros líderes dicen únicamente lo que los estudios dicen que los votantes queremos oír.

Y sin embargo, la ciudadanía nunca antes había sentido tanta desafección por la política, ni los políticos habían generado tanto hastío. Y quizá sea precisamente porque, de tanto escucharnos, se han olvidado de contarnos algo, de tener una visión propia que nos ayude a los demás entender el mundo.

Y si algún lector está de acuerdo con que ese es uno de los grandes problemas de la política, pensemos si este no puede terminar siendo uno de los grandes problemas de las marcas dentro de poco tiempo. "Las marcas son de la gente", escuchamos una y otra vez. Y sí, es cierto, pero a la vez no lo es.

Las marcas son de la gente porque, cosa obvia, son los que pagan. Pero eso no significa hacer todo lo que ellos digan. No hay peor directivo que el que siempre dice que sí al dueño. A veces a los dueños hay que recordarles por qué está uno aquí, que es para hacer lo que ellos no saben hacer.

Porque, si buscando la sacrosanta relevancia, las marcas –y los que trabajamos para ellas– nos limitamos a repetir lo que el consumidor dice, o lo que creemos que quiere oír, en vez de relevantes terminaremos siendo redundantes. Un simple eco sin personalidad a rebufo de la tendencia del momento.

Por eso es esencial recordar que las marcas, como los partidos, necesitan una visión. Una manera concreta de estar y de entender el mundo, y de actuar en consecuencia. Una personalidad, vamos. Porque para las marcas no es suficiente con abrirse a las personas. Tienen que parecer una. Con sus filias, sus fobias, sus virtudes y sus defectos. Pero, sobre todo, con una coherencia interna, una motivación clara. Como los directivos, los políticos –los que nos gustaría tener–, y la gente de la que nos podemos fiar.

Y no podemos pedir a las personas que nos definan esa visión de marca, esa personalidad. Porque no saben. Y no saben porque no es su trabajo, ni su responsabilidad. Es la nuestra. La de los profesionales con años de experiencia en crear relatos coherentes. Muchos de nosotros hemos visto cómo una ciudad como Madrid transformaba su imagen gracias a una profesionalización del diseño, sin votaciones populares ni logos diseñados por los ciudadanos. Y cómo, haciéndolo así, la gente ha querido hacer suyos esos carteles, esa marca.

A nadie se le ocurriría –a nadie que sepa– escribir un guion de cine a base de focus groups y de pedir diálogos escritos por los consumidores en redes. Ese es el papel de los creadores. Y nosotros, todos los que trabajamos haciendo marcas, deberíamos asumir nuestra incómoda condición de creadores y arriesgarnos para crear un relato único. Porque si hay algo que agradezcan las personas es que le cuenten una historia. Una que no sea la suya.

Si esto fuera un discurso de investidura, no sé si esta opinión conseguiría muchos votos, pero qué le vamos a hacer. Problemas de tener una visión.

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