La pasada crisis económica mundial dio un fuerte impulso a la idea, no completamente nueva entonces pero sí menos implantada y visible, de que el papel de las empresas en la sociedad había de experimentar un cambio. Más allá de la provisión de productos y servicios a sus consumidores y clientes, y de la legítima aspiración a conseguir un beneficio y ofrecer dividendos a sus accionistas, la observación de un comportamiento responsable respecto a los diferentes grupos de interés que se relacionan con ella es una de las tareas que la sociedad espera –prácticamente exige, cabría decir- de una empresa en el momento actual.
El concepto bajo el que se ha englobado ese tipo de comportamiento se ha dado en llamar sostenibilidad, y aunque por razones semánticas y de actualidad tiende a identificarse con la cuestión medioambiental, el concepto atañe también a otras cuestiones como la reducción de las desigualdades, las buenas condiciones de trabajo, la igualdad de género y el acceso a la educación, entre otras.
La sostenibilidad, asunto al que se dedican unas páginas especiales en este número, ha tomado en los últimos tiempos un protagonismo notable en las agendas y en las estrategias de las empresas. Así lo afirman los directivos de compañías consultados en este número, que en algunos casos recuerdan cómo sus empresas llevan ya tiempo trabajando e invirtiendo en ámbitos directamente relacionados con la sostenibilidad. Lógicamente, todos ellos, y algunos profesionales de agencias a los que también se ha pedido su punto de vista, insisten en decir que la sostenibilidad no es una cuestión de imagen ni ha de emplearse como argumento vacuo de comunicación, sino que ha de imbricarse de manera profunda en la estrategia empresarial y afectar a la actuación de todos sus departamentos.
Sin embargo, un simple vistazo a las campañas de publicidad que se emiten actualmente revela una presencia de contenido relacionado con la sostenibilidad, y muy en particular con el cuidado del medio ambiente, tratando de capitalizar la gran preocupación e interés que el asunto genera hoy en los ciudadanos. Aquí las empresas se enfrentan a un cierto escepticismo ciudadano, encarnado sobre todo en las generaciones más jóvenes, siempre prestas a detectar y denunciar mensajes que les resultan impostados o insinceros o incoherentes con la realidad de la actuación de las compañías. Estas deben guardarse de caer en lo que popularmente se conoce como greenwashing - arrogarse méritos medioambientales que no les correspondan- pero a la vez no resulta ilegítimo que comuniquen los muchos esfuerzos que sin duda están haciendo para mejorar todos sus procesos y hacerlos más sostenibles. Hay que tener en cuenta que para las grandes compañías no es fácil ni desde luego barato cambiar sus procesos de producción y no parece razonable exigirles de manera repentina un cambio de hábitos y estándares que en muchos casos ni los propios ciudadanos han asumido.
Un terreno en el que sí se observa que se cae en cierta frivolidad es en el de la obsesión de las compañías o de las marcas por dotarse de un propósito -palabra de moda en el sector donde las haya-. En numerosas ocasiones esos propósitos están relacionados con la sostenibilidad, pero en cualquier caso da la impresión de que se trata de un fenómeno que tiene no poco de moda y de que empresas y marcas corren hoy, sin mucho fundamento estratégico en ocasiones, a dotarse de una misión benéfica que convertir en vistoso argumento de comunicación. El propósito no debe ser confundido con el activismo y su adopción por parte de una compañía no es per se ni buena ni mala. Lo relevante será lo que se haga y se consiga a partir de ahí, para lo que es fundamental resultar creíble y coherente con la actividad de la empresa. Como ocurre con las estrategias de sostenibilidad.