El coste de la vida ya es el gran tema en nuestro país. Hasta ahora, el único aspecto que había llegado a los medios era el exponencial aumento en el precio de la electricidad. Sin embargo, la invasión de Ucrania por parte de Rusia ha tenido un impacto brutal sobre el coste de múltiples productos y materias primas como el gas o el trigo, y esto rápidamente ha supuesto un alza de precios para el ciudadano: el IPC pulveriza récords y roza los dos dígitos al situarse en el 9,8% en marzo, récord desde 1985.
Como siempre pasa, la inquietud de la ciudadanía se pone de manifiesto en Google: en Francia y en España se ha doblado el número de búsquedas sobre el coste de la vida desde Navidad. En Reino Unido se han multiplicado por cinco. Un estudio de Ipsos revela que, a nivel global, la inquietud sobre la inflación ha aumentado en el último año desde un 9% hasta el 23% actual.
Está muy estudiado el comportamiento del consumidor cuando los precios suben, desde el cambio a marca blanca (¡hola, 2008!) hasta la compra al por mayor. No hace falta decir que aquellas compañías que hayan sabido construir marcas más fuertes serán más resilientes y les irá mejor. De hecho, cuando se dice que las marcas construyen demanda futura, es sobre todo por momentos como este. Pero quizá es más interesante debatir cómo pueden reaccionar las marcas.
Una de las primeras reacciones ya está siendo la adopción de una lógica de reduflación (shrinkflation en inglés). Es decir, en lugar de subir precios, la mar[1]ca ofrece menos producto por el mismo precio… y espera que el consumidor no se dé cuenta. Aquí las marcas juegan con el insight de que es más fácil darse cuenta de una subida de precio que de una bajada en el número de patatas fritas por bolsa, en la longitud del tubo de pasta de dientes o en el número de hojas de papel higiénico. La tercera alternativa clásica es reformular el producto con ingredientes más baratos que permitan mitigar el aumento del coste.
Pero, además, las marcas tienen hoy dos oportunidades que no deberían pasar por alto. La primera es la posibilidad de potenciar su estrategia direct to consumer (DTC), aprovechando el sensacional momentum que vive el e-commerce provocado por la pandemia. La venta directa permite reducir costes de distribución y ofrecer precios más competitivos.
Y la segunda es demostrar empatía con la menor capacidad adquisitiva del consumidor: según el INE, hay 12,5 millones de personas en riesgo de pobreza y la privación material severa —no poder permitirse una comida de carne, pollo o pescado cada dos días, mantener la vivienda a una temperatura adecuada o no tener capacidad para afrontar gastos imprevistos— ha aumentado casi un 50% en el último año y ya afecta a 3,3 millones de personas. Así que la pregunta a hacerse quizá ya no sea ¿cómo puedo mantener mis ventas? sino ¿cómo puede mi marca aportar valor a más gente, aunque tengan menos dinero en el bolsillo?
Adrián Mediavilla, cofundador de Slap Global