Opinión

Las mujeres de mi vida (2): 'Emma Pueyo'

El mejor monólogo de Norm Macdonald es su falsa autobiografía. Simples pasajes de transición como el siguiente-que me he atrevido a traducir, con la ayuda inestimable de algoritmos amigos- demuestran cuánta profundidad cabe en la comedia cuando va más allá del chascarrillo: "Un cuadro colgaba en la pared de nuestro salón. En él, una mujer recogía una camisa de un tendedero. Con sus dientes sostenía pinzas para la ropa y hacía viento y un niño tiraba de su vestido. La mujer parecía tener prisa y toda la escena me sugirió que, justo fuera del marco, se acumulaban nubes oscuras y compactas. Pero lo que veía no es lo que miraba. Era una pintura. Así que en ese momento decidí ver la imagen por lo que era en realidad. Me quedé observándola durante un buen rato, esforzándome en solo ver la pintura. Pero no sirvió de nada. Lo único que mis ojos me permitirían ver era la mentira. De hecho, cuanto más miré la pintura, más detalles falsos empecé a imaginar. El niño lloraba, como si tuviera miedo, y la mujer era más débil de lo que había creído. Finalmente me rendí. Comprendí entonces que se necesita una imaginación poderosa para ver una cosa por lo que realmente es."

Norm hace una reflexión sobre la imaginación y, quizá por accidente, refleja la frágil salud de la certeza. Hoy poco escapa a la suspicacia y a casi todo se le presume, como mínimo, una manipulación, una cirugía, un filtro Valencia. La publicidad no es inmune a esta tendencia. Para comprobarlo, basta con revisar el palmarés de ciertos festivales o con dar un paseo por LinkedIn -terrenos propicios a las realidades aumentadas-. En estos tiempos de posverdad, cuando incluso la ciencia parece ser cuestión de fe, se agradece tener verdades indiscutibles, como el talento de Emma Pueyo. Nada en su carrera es artificial o hueco. Sin duda es una de las mentes más brillantes con las que he topado. Dentro y fuera de la profesión. A menudo he comentado entre amigos algo que ahora voy a repetir aquí: si Emma hubiera nacido en un país anglosajón, su relevancia estaría fuera de discusión. Y más aún si hubiera nacido varón. Por suerte, esta hipermetropía selectiva tiene cura. Iniciativas como Más Mujeres Creativas -de la que Emma es cofundadora- ayudan a que veamos mejor la contribución excepcional de nuestras compañeras. Tan o más importante es el legado que la plataforma deja para las creativas que vienen y, en consecuencia, para la profilaxis del sexismo en la industria de nuestro país.

Confieso que mi devoción por Emma tiene algo de paternal. Que celebre cada uno de sus triunfos como si fueran propios seguramente se deba a que empecé a trabajar con ella casi al inicio de su carrera. Aunque no hay nada de pigmalión en nuestra relación. Ni la descubrí ni nunca me sentí su mentor. Emma se ha creado a sí misma, con cada salto al vacío - medido, pero sin red- que ha tomado sin dudar. Muchos de los hitos de su carrera los disfruté ya desde el extranjero, consciente de que aprovecharía cualquier oportunidad para volver a trabajar con ella. Esa oportunidad se llamó Oscar. Cuando mi primer hijo nació en Ámsterdam y tomé mi permiso de paternidad, no dudé ni un segundo en pedirle a Emma que me reemplazara en Wieden+Kennedy. Mientras yo me doctoraba en no dormir, ella tomó las riendas de mis proyectos con tanto éxito que su estancia se extendió a otras cuentas, y se alargó hasta mucho después de mi reincorporación. Ahora es ella la que ha decidido ser madre. Conociéndola, y sabiendo cómo se entrega a cada proyecto, estoy tentado a pensar que su hija es parte de su plan de expansión para Más Mujeres Creativas. Lo que sí está fuera de sospecha es que el tiempo y la distancia no son el olvido y que desde Tasmania la sigo echando mucho de menos. Vosotros que la tenéis cerca, más vale que la disfrutéis. ¡QD!

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