Hace poco se organizó una buena, cuando una reputada agencia se adjudicó una gran cuenta de la administración por la vía de derribar su remuneración hasta el desguace. Gracias a esta cuestionable estrategia, la susodicha adelantó por la derecha a las tres agencias que le precedían en puntuación técnica. Las que se quedaron en la cuneta, con un más que comprensible mosqueo, anunciaron que recurrirían el atropello. La pataleta es justa, y creo que deben recurrir, al menos para dejar constancia. Pero lamentablemente perderán, porque la estratagema se ciñe, por la minimísima, a la legalidad. Unas veces se gana, otras se pierde, y algunas -como esta-, se gana y se pierde: lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo... Así que me temo que la campaña que circulará será la cuarta mejor, la de fuera del podio hasta la descalificación de los tres justos –o eso creían ellos– ganadores.
No quiero centrarme en la protagonista de la polémica, porque de corazón pienso que es una gran agencia, con un admirable histórico y un excelente elenco de profesionales pasados y presentes en sus orlas. Además, son tiempos difíciles y el hambre es muy mala… y seguro que si me calzo sus chancletas acabo encontrando una justificación razonable. Prefiero fijarme en las causas por las que situaciones así se continúan produciendo, y en sus terribles consecuencias para el sector.
Por supuesto, entiendo que la optimización del dinero debe ser importante en una adjudicación pública, faltaría más, que es dinero de todos… Lo que ocurre es que el criterio está definido de forma perniciosa, además de rematadamente absurda. Actualmente, el sistema es una mera subasta a la baja, que funciona de la siguiente manera:
- Estimadas agencias, para esta campaña tienen -pongamos- un millón. Ahora decidan ustedes si lo pueden hacer por menos ¡Y que gane el mejor!… Quiero decir, el más barato, ustedes me entienden.
Quedan inaugurados los Juegos del Hambre. Esto puede tener sentido cuando se comparan productos técnicamente muy similares, como los socorridos tornillos, pero no en nuestro trabajo. Para apreciar el absurdo, traslado la comparativa a otro sector. Imaginemos que en vez de campañas nos piden edificar una casa, y nos dicen: estimados constructores, disponen ustedes de un millón para levantar la mejor posible. El primer constructor presenta unos planos con dos pisos, piscina, excelentes calidades y un diseño de Architectural Digest. Aplausos. Pero llega el segundo constructor y dice: mi casa es de solo un piso, la piscina es prefabricada y el diseño de Paco el Pocero, pero cuesta solo 700.000. ¡¡Albricias, 300.000 euros menos!! Aplausos al cuadrado. Y cuando ya parece todo decidido llega el tercero, que es en realidad el cerdito perezoso del cuento, y suelta: mi casa es de paja y si soplas y soplas la derribarás, pero solo te costará 500.000 euros. ¡¡¡Medio millón de ahorro!!! ¡Qué crack este cerdito! ¡Sin duda es el mejor!
Pues así estamos las agencias. ¿De qué sirve motivar a la gente con talento para impresionar al cliente, al público y a la profesión? ¿De qué nos vale exigirnos más? ¿De qué vale nada, si al final no se premia el mejor trabajo, sino el mejor descuento? Empecemos por la subasta, y nos ahorramos esfuerzos e ilusiones. Personalmente creo que, dado un presupuesto, debería ganar quien más calidad dé por ese dinero, y no el más atinado calculando la rebaja para llevarse los puntos de la valoración económica.
EL PULGAR DE CÓMODO
Las normas actuales nos arrojan a las agencias al coso, nos pertrechan de espadas, redes y lanzas y nos dicen: Hala, mátense entre ustedes… Y el que menos heridas tenga, o más sangre pueda derramar sin morir, conseguirá el favor del César. Pulgar para arriba, y no el de Zuckerberg, sino el de Cómodo. Las agencias entramos en el juego como gladiadores prisioneros, nos peleamos entre nosotros, nos seccionamos tobillos, muñecas y yugulares… y nos desangramos entre aplausos desde las gradas. Devaluamos nuestro trabajo, asumimos unas reglas injustas y nos hacemos un escuálido favor. A corto plazo los vencedores sobrevivirán, pero a largo, el valor que aportamos como sector morirá. Y lo habremos matado nosotros.
En esta misma revista, los presidentes de la ACT y La Fede, Agustín Vivancos y José Carlos Gutiérrez, ofrecieron hace poco el compromiso de ambas organizaciones. No puedo estar más agradecido y de acuerdo con sus exposiciones. Pero debemos entender que esto solo cambiará si los juramentados somos todos. Y sumo también a muchos anunciantes, públicos y privados, que me consta que sienten a menudo recortada su capacidad de decisión por criterios de compras. Todos deberíamos defender nuestra aportación de valor. Nuestro futuro va en ello.
Y jamás deberíamos olvidar que el objetivo de un gladiador no es vencer a su adversario en la arena, su verdadero objetivo es conseguir la Libertad.