Opinión

Precios dinámicos, ¿inflación electrónica?

Algunas marcas caen en la tentación de la ‘reduflación’, es decir, en la reducción de la cantidad o el volumen del producto manteniendo el precio al consumidor

Me puse a vender mi estupendo SUV Toyota RAV4, porque después de 9 años sin ningún problema técnico, me apetece tener el mismo modelo, pero híbrido y más nuevo. Subí las fotos a una muy conocida plataforma de comercio electrónico donde me sorprendió la gran cantidad de propietarios que están vendiendo el mismo coche y del mismo año. Después de algunos días pude comprobar cómo crecía la cantidad de visitantes, aunque ninguno llamaba. La plataforma me indicó que estaba en el percentil de precio superior de esa categoría y lo reduje hacia el promedio del gráfico. Apareció un comprador a 600 km de distancia que me negoció aún más a la baja, accedí y cerramos el trato. Vino desde su lugar de residencia, nos conocimos personalmente y en conjunto fue una experiencia muy agradable. No pagué nada a la plataforma electrónica, porque no contraté ningún servicio de promoción en ella. Pero me quedé pensando si estas plataformas y la nueva economía digital incrementan o reducen el proceso inflacionista en el que estamos entrando en el mundo.

Que la inflación global era más que previsible después de tanto dinero inventado solo lo podían negar a principios de año los bancos centrales, quizás como parte de su oficio, quizás por falta de capacidad de intervención en la economía productiva. Pero, en cualquier caso, ya se ha convertido en el problema más importante en términos económicos de los próximos tiempos para empresas y consumidores.

Una forma de ver la inflación es la caída de valor del papel moneda. Los productos y servicios en realidad no cambian de valor, o en todo caso, lo hacen coyunturalmente por cambios en la oferta y la demanda. Cuando hay más dinero en circulación lo que pierde valor es el dinero, no los bienes materiales. Y como consecuencia de ello, a los asalariados les alcanza para menos y los pobres se vuelven más pobres.

Los precios de origen se establecen inicialmente en subastas, que ahora son cada vez más electrónicas. La inflación que estamos viviendo ahora responde a un exceso de liquidez global y gigantesco inyectado desde antes de la pandemia y potenciado durante los confinamientos, que además, con mercados ahorcados en los últimos meses por las cadenas de suministro y la infame invasión rusa, ha provocado un desequilibrio entre la oferta de dinero y la disponibilidad de materias primas y productos elaborados en los mercados mayoristas globales.

Y desde ahí, el alza de precios se va trasladando al resto de mercados y a los servicios como una correa de transmisión. Tenemos el ejemplo en Estados Unidos, donde los precios de la publicidad en TV están subiendo mientras la audiencia está cayendo. Hay más dinero, más inversión para un limitado inventario publicitario.

Es un shock de oferta temporal que no debería generar una recesión económica, como bien ha apuntado recientemente en Valencia Paul Krugman, premio Nobel de Economía. Pero ahora la amenaza de recesión se convierte en profecía autocumplida cuando la subida de tipos de interés y el giro de los Bancos Centrales va a provocar un drenaje de dinero de la economía real, y una fuerte restricción de la inversión, confirmando e incluso apalancando la recesión. Justo ahora, cuando la mayoría de materias primas (excepto gas y petróleo) están empezando a bajar (en promedio un 12% desde máximos de junio y un 7% en lo que llevamos de año) y las cadenas de suministro empiezan a ser completamente operativas, ya no hay quien baje los precios al consumidor. La inflación, cuando llega, se queda dos o tres años. Lo más triste para una economía: la estanflación o inflación sin crecimiento.

Hay quien opina que las tecnologías favorecen el incremento de los precios, especialmente en los servicios. Pero la proliferación de las plataformas de comercio electrónico con algoritmos de precios dinámicos (el regateo de toda la vida, ahora automatizado y de alcance regional o global) impulsa la competencia y los precios a la baja. Globalmente.

Por ejemplo, el mercado publicitario digital está automatizado con procesos de subasta de tarifas en tiempo real entre anunciantes y medios de comunicación. Y si bien el medio elige en milisegundos el anuncio que paga más, las marcas tienen millones de sitios donde encontrar su audiencia. La competencia es global.

Hasta el punto en que, si antes lo habitual era devaluar la moneda para detener las importaciones y favorecer el mercado interno, ahora estamos en el curioso fenómeno de la ‘guerra de divisas inversa’, en el que los gobiernos están tratando de fortalecer su moneda para abaratar las importaciones y controlar la inflación.

Desde la perspectiva de agencia, vemos a nuestros clientes luchando por contener los precios de sus marcas ante la subida de costes y salarios. No les veo ajustando con facilidad sus precios al alza por la sencilla razón de que hay más competencia ante los ojos de un consumidor más educado electrónicamente y con más acceso a toda la información disponible.

Algunas marcas caen en la tentación de la ‘reduflación’, es decir, la reducción de la cantidad o el volumen del producto manteniendo el precio al consumidor a ver si no se da cuenta de que está comprando menos por lo mismo. Eso es cortoplacista y, en general, contraproducente en el largo plazo. Además, la permanente amenaza de las marcas blancas o de distribución no dan espacio comercial para esa táctica.

Nuestra apuesta y recomendación es lo que siempre hemos hecho con las marcas: generar más valor para el consumidor. Y las agencias de publicidad y de medios sabemos cómo, porque ese sí es nuestro oficio. Especialmente en este contexto de competencia electrónica. Al fin y al cabo, terminé vendiendo mi coche un 15% por debajo de lo que inicialmente pensé que valía.

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