Opinión

Queridos amigos rusos

Pienso que la solución al conflicto tiene que surgir de las propias entrañas del monstruo. Solo el relato interno puede acabar con la bestia

Fui a Rusia, todavía la URSS, siendo estudiante, en plena Perestroika. Formaba parte de una delegación de AIESEC-ICADE, donde yo era el jefe de marketing. También fueron a aquel encuentro otros estudiantes europeos. Recuerdo, como si fuera anoche, una conversación en una antigua iglesia reconvertida en bar clandestino, en mitad de un bosque, a las afueras de Moscú. La música sonaba alta, la barra estaba donde una vez estuvo el altar, y había televisiones reproduciendo una copia pirata de Rambo matando a granel soldados rusos en Afganistan. Un estudiante de Dusseldorf me decía que lo que ellos llamaban “el problema alemán” no tenía solución. Ninguno nos imaginábamos que ese mismo noviembre el muro se desplomaría, y no derribado por bombas, sino por el deseo de libertad de un pueblo oprimido durante demasiado tiempo.

Otra noche me sacaron de mi habitación para presentarme a un estudiante de Armenia que quería que llevara un mensaje a occidente. No sé qué pensaba que podía hacer yo, pero me habló del artificio opresivo que era la Unión Soviética y del ansia de independencia y libertad de su pueblo. Otra vez la libertad. Luego me regaló una botella de brandy armenio que abrasaba la garganta y el estómago, quizá para recordarme cómo se sentía él por dentro.

Meses después, aquellos estudiantes rusos vinieron a Madrid. Una noche los llevamos a Joy Eslava. Recuerdo a Sergei, de 1,90, atlético y con bigote de cosaco, arrodillado en plena calle Arenal levantando los brazos al aire y gritándome con acento ruso: ¡Gracias, Carlos! ¡Gracias por la mejor noche de mi vida! Era un tipo excesivo y divertido. También recuerdo a Gala y a Irina (que en ruso significa Paz), que hablaban perfecto español con soniquete cubano. Y a Alexey, que en San Petesburgo nos llevó a un palacete donde nos servían caviar a cucharones, y que sabía dónde encontrar el mejor cambio en el mercado negro.

Alzar la voz

Amigos rusos. Todos buena gente, auténtica, ingenua a ratos, con ganas de respirar esos nuevos aires de libertad. Muy parecidos a nosotros, lejos de la imagen que tantos años de guerra fría nos había dejado. Me pregunto dónde estarán ahora y qué pensarán. Ellos son el pueblo. Ellos son Rusia. No Putin. Putin considera a Gorbachov un traidor y la apertura a occidente una debilidad. Él dirigió el KGB y creó su gobierno sobre su sucesor, el FSB. Sobre la mentira. Sobre la opresión. Y, hoy, sobre el genocidio. Es evidente que ha perdido la batalla del relato internacional. Se le compara con Hitler, mientras Zelenski se ha convertido en un icono heroico, pariente lejano de Churchill. Un tipo con el que uno se iría de copas e invitaría. Y los ucranianos se han convertido en un símbolo de libertad, de fe y de Europa, a costa de sus lágrimas y su sangre. Pero dudo que el relato internacional sea suficiente para acabar con la guerra. Pienso que la solución al conflicto tiene que surgir de las propias entrañas del monstruo. Solo el relato interno puede acabar con la bestia.

Una parte del pueblo ruso está horrorizada y asqueada. Pero también callada. También asustada. Es difícil hablar cuando tú, o tu familia estáis amenazados. Y el apagón digital allana la propaganda y la manipulación informativa. Pero todos esos rusos callados, los próximos a Putin que secretamente piensan que esto no está bien; los Medvedevs y Sharapovas, con voz internacional, aun tan muda; y los Sergei, Gala, Irina y Alexey, el pueblo ruso, bueno, engañado, sometido y tan víctima de Putin como el ucraniano, son los que tienen la fuerza para impulsar un cambio definitivo.

Y nuestro objetivo más desesperado desde occidente debería ser ayudarles a construir su relato y a expandirlo. Deberíamos rogárselo. Incluso exigírselo. Los ucranianos están empuñando armas y arriesgando sus vidas por su libertad. Tal vez a los rusos les esté llegando el momento en el que deban alzar su voz y arriesgar sus vidas por la suya.

Carlos Sanz de Andino, cofundador de Darwin & Verne

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