El otro día un amigo me contó que su hijo adolescente se había descolgado con el firme propósito de no cursar bachillerato porque, total, todo lo que podía aprender en el cole ya estaba en tutoriales en la web, y prefería encauzar sus esfuerzos a ser youtuber o instagramer, que todo el mundo sabía que era garantía de dinero fácil, reconocimiento social y un futuro tan sólido que ya lo quisiera para sí cualquier funcionario. Además, ni Elon Musk, ni Steve Jobs, ni Bill Gates habían terminado la universidad, lo que refrendaba su decisión de abandonar los estudios con urgencia, antes de que provocaran un daño irreparable en su cerebro. Mi amigo arqueó una ceja –ni siquiera se molestó en arquear la segunda-, y le comunicó que pensaba apoyarle a muerte, aunque mientras llegaban esos ríos de dinero trabajaría en un almacén cargando y descargando cajas. Esta salida debió pillar al chico a contrapié, porque arqueó las cejas –las dos– y lamentó tener que abandonar la conversación de forma apresurada, pero acababa de recordar que tenía abierto un libro de Física que requería de su inmediata atención.
Más allá de la anécdota, esto está pasando ahí fuera, donde una generación y media de consumidores vive pendiente de las nuevas estrellas –y estrellitas– de las plataformas. Dado que estos jóvenes se dejan influir por ellos y las marcas buscan a su vez cómo influir a los jóvenes, el silogismo se construye solo, y por eso los influencers se integran hoy en nuestras estrategias con la misma naturalidad que una cuña de radio. Y lo cierto es que, para según qué objetivos, según qué sectores y según qué públicos, funcionan. Pero no todo vale, no son ninguna panacea, simplemente otra variable que hay que manejar con responsabilidad. He tenido experiencias con clientes que han multiplicado su relevancia gracias a una estrategia bien orientada, y otros que, obsesionados por obtener audiencia, han retorcido los valores de su marca sin compasión. Los influencers son como los famosos de toda la vida en publicidad, y para escogerlos debemos aplicar el mismo criterio de exigencia y afinidad; y además son un medio en sí mismos, con alcance y resultados medibles que también debemos evaluar. Son una tendencia, y su vigencia dependerá de la evolución de las costumbres y la evolución de las propias plataformas: Vine desapareció de un día para otro, Twitter sufre, Snapchat se desdibuja y Facebook resulta que ahora es de padres y la generación Z lo denuesta… Y todo sigue moviéndose a velocidad de vértigo. El caso es que es una realidad que hay que gestionar, siendo conscientes de sus virtudes y también de sus peligros: hace poco un influencer londinense quiso demostrar la perversión del sistema, y consiguió colocar un restaurante inexistente en el número uno de la lista de Tripadvisor.
Sea como sea, nos guste o no, estamos influenciados, y en algunas edades mucho. Hace unos meses viví algo en la agencia que resume hasta qué punto esto afecta a las perspectivas, y todavía al recordarlo me provoca una leve sonrisa (cuando no una estruendosa carcajada). Nos encontrábamos en pleno proceso de lanzamiento de Kimoa, la marca de moda que impulsa Fernando Alonso. En una reunión estábamos comentando que, sin lugar a dudas, contar con Fernando era un gran baza para conseguir notoriedad. Parecía obvio, pero no todo el mundo en el equipo parecía compartir esta opinión. Entre todas las voces se alzó poderosa la de una joven millennial, que no dudó en expresar su escepticismo de la forma más airada:
-¡ Sí, hombre! ¡A ver si te crees que Fernando Alonso es Dulceida!