Colón se acercó a la playa en un bote, dejando sus carabelas fondeadas. Con la pompa que la circunstancia requería puso pie en la arena y se dispuso a pronunciar unas palabras loando a los Reyes Católicos, en cuyo nombre había conquistado tierras ignotas.
Colón acababa de pisar tierra en Badalona y se dirigía a encontrarse con sus patrocinadores, Fernando e Isabel, en el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, en la costa de Barcelona.
Regresaba de su primer viaje a América. Llegaba con los hombros poblados por loros, cotorras y guacamayos. Traía consigo maíz, tomates, unos curiosos conejillos de orejas cortas (de Indias) y unos hombres que no eran ni negros ni blancos, y que se adornaban con pesadas collares y cinturones de oro macizo.
La gran noticia corrió como la pólvora. El paso a las Indias por el oeste había sido descubierto y, casi por casualidad, un nuevo mundo de riquezas sin fin se puso a los pies de los reyes de España.
Colón ardía en deseos de partir de nuevo en un segundo viaje. Tenía buenas razones para darse prisa. El contrato firmado con los Reyes Católicos le nombraba almirante y le aseguraba un diezmo de todas las riquezas descubiertas. Para depositar ese capital, Colón había abierto un fondo a nombre de su familia en la Banca San Giorgio de Génova.
Pero en este país nuestro, cuya principal materia prima es la envidia, no tardaron en surgir voces para aguar la fiesta y desanimar a quienes veían en América la solución a su pobreza. Esos troles del siglo XV anidaban en los tugurios de los puertos. Marineros mal pagados, amargados por las penalidades del viaje y sin ración en la tarta americana se convirtieron en los haters más insidiosos.
Hay indios hostiles que cortan ambas manos a sus prisioneros varones y a las mujeres les cortan solo una, para que puedan servir a sus captores. Hay enfermedades desconocidas que te hacen sangrar por todos los orificios y te matan en tres días (luego se vio que era la viruela la que mataba a los indios como chinches). Hay serpientes venenosas, mosquitos como grajos, y caníbales que seguían rigurosamente la dieta Dukan. La flota francesa nos espera para abordarnos en el cabo de San Vicente (eso era verdad).
Estas historias, contadas con una frasca de vino en la penumbra tabernaria, no eran infundadas del todo, pues como buena intoxicación se basaba en tergiversar hechos reales. El efecto, sin embargo, perjudicaba los intereses de Colón y le hacía muy difícil reclutar marineros para nuevos viajes. El miedo que provocaban las terroríficas historias de los resentidos disuadía incluso a los marineros más aguerridos.
Colón reaccionó de modo muy inteligente. Creo una contranarrativa cuyo poder de seducción desbordaba y ahogaba cualquier cuento de miedo.
Jauja. Una tierra mítica donde no había que trabajar para vivir. Corrían ríos de leche y vino. Colgaban jamones de los árboles que brotaban con la faca ya clavada para comerlos sin demora. Si tenías hambre o frío, a cada paso había almacenes llenos de manjares y ricas sedas (eso era verdad, eran depósitos propiedad de los indios que fueron debidamente saqueados). Podías coger a puñados el oro de las cunetas, pues los indígenas no le daban ningún valor (o eso decían los españoles).
Colón tomó lo que era una leyenda medieval y le dio forma de mito. Creó una promesa deslumbrante que cosquilleaba la codicia de los menesterosos. Los relatos de sus oficiales, las cartas que escribió y las descripciones de cuanto había descubierto despertaron la ambición de los reyes y empujaron a alistarse a cuantos anhelaban una vida mejor que pastorear cerdos en la dehesa.
Fue tal el éxito del mito de Jauja que, solo treinta años después, el propio Pizarro lo puso en el mapa, al fundar en el Perú la ciudad que aún lleva ese nombre. Cualquier gran empresa cría cuervos. Y aunque contradigas sus graznidos, ellos siempre revolotearán y chillarán más alto.
Colón supo levantar un espantapájaros que eclipsó la pusilanimidad y el miedo a lo desconocido. El mito de Jauja supo excitar la imaginación con la promesa de una vida nueva en un edén terrenal. Colón no sólo descubrió un continente; hace más de quinientos años descubrió el enorme poder de un buen contenido.
 
Ilustración: Jordi Carreras