Fushë-Krujë no es precisamente el centro del mundo.
Se encuentra en el interior de Albania, cerca de ningún lugar.
Nada destaca más en este pequeño pueblo que las dos diéresis de su nombre, puestas ahí como último recurso para llamar la atención de alguien.
Precisamente en Fushë-Krujë fue donde Hajdar Lila fue alumbrado, sin que nadie le pidiera la opinión, allá por los años cuarenta.
El pequeño Hajdar se convirtió en un joven espabilado e inquieto. Enseguida se dio cuenta de que su futuro se encontraba lejos del pueblo de las dos diéresis.
Emigró primero a la vecina Grecia, y con los primeros frutos de su trabajo comenzó a enviar dinero a hermanos, primos y cuñados.
Cuando regresaba en vacaciones les colmaba de regalos, bendiciones capitalistas que quedaban a años luz del pueblo.
Animado al verse convertido en un hombre útil, valorado y querido, decidió probar suerte en Canadá.
Su éxito se multiplicó a la escala de ese enorme país. Su familia y sus vecinos le escribían con frecuencia y le encargaban artículos made in USA, imposibles de imaginar en aquella Albania aún estalinista. Sus visitas eran fiesta mayor. Sus envíos de dinero, el gordo de Navidad. El tiempo voló. Un día llegó el año 2000 y poco después Hajdar se jubiló.
Apenas tenía ahorros, pues había ido enviando cuanto podía a sus parientes. Así que, con un pequeña pensión del estado canadiense, regresó a su villa natal.
Estaba dispuesto a vivir una vida austera aunque confortable, mimado por los suyos, que tanto le querían. Sin embargo, las cosas ocurrieron de modo bien diferente.
Sus hermanos no le visitaron más. Sus cuñados le olvidaron.
Sus propios hijos se desentendieron de él. Nadie le escribía.
Hajdar estaba viejo y solo.
En sus propias palabras, "desde que llegué de Canadá hace cuatro años, nadie ha venido a tomar café a mi casa".
Así que Hajdar inventó una solución para que sus parientes fueran por fin a visitarle.
Puso un anuncio. A toda página. Con su foto, con su nombre y con una fecha: la de su muerte ficticia.
El anuncio se publicó en el periódico local. Además, como es costumbre en algunos países de Europa meridional, se colgaron carteles con su esquela por las calles.
La noticia corrió como la pólvora. Y el día del falso funeral para el falso muerto, la familia entera se presentó enlutada en casa de Hajdar.
Allí estaban sus hijos, hermanos, primos, cuñados y amigos.
Todos cuantos habían disfrutado de su generosidad sin condiciones. Los mismos que le habían olvidado en cuanto el maná dejó de llover.
Para su estupefacción, fue el propio Hajdar, bien vivo, quien les abrió la puerta. Abochornados hasta los tuétanos, la mayoría desapareció para siempre.
Los más próximos, agrupados en torno a la hija mayor de Hajdar, siguen hoy cuidando del viejo emigrante.
Hajdar ya tiene a quién preparar café con regularidad. Que un anuncio en la prensa lo cambió todo sería una moraleja demasiado superficial.
La relación de Hajdar con su pueblo era un amor no correspondido. Estaba basada en el dinero, podríamos decir que en los incentivos permanentes.
Cuando éstos dejaron de existir, fue arrumbado sin ninguna consideración a su edad o a los servicios prestados.
Fue una mala idea pensar que la gente guardaría memoria y gratitud. El común de la gente es miserablemente egoísta.
Lo que es válido para Hajdar es también válido para las marcas. Si te mantienes lejos y no consigues estar presente en la vida cotidiana de las personas, va a ser difícil que te quieran.
Si sólo puedes comprar la atención, si no puedes ganártela, eres un gran candidato al olvido.
Eso es así aquí y en Albania.
Ilustración: Jordi Carreras