Los estudios venían advirtiendo desde hacía tiempo del fenómeno: los españoles éramos, con diferencia, los más cabreados de Europa con la publicidad. Y no hacía falta ser un genio para deducir que la saturación televisiva estaba detrás de ese enfado. Era un asunto en el que paradójicamente una parte (consumidores) y la contraria (anunciantes) estaban de acuerdo, pero que el intermediario que pone en contacto a ambos (las cadenas comerciales más poderosas) no quería reconocer.
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