Era muchas cosas. Creativo, coleccionista, forofo, divertido, malhumorado, pero, ante todo, era un ser obsesionado con la belleza y la necesidad de crearla y contemplarla.
En el escaparate del Loewe de Gran Vía, un oasis de color en el Madrid gris de finales de los 50, descubrió que había mundos que no se parecían en nada a su empinada y estrecha calle del Olivar, donde vivió mientras fue niño, ni al Rastro, donde vendía pelotas defectuosas los domingos con su padre. Y ese mismo escaparate le llevó a la Academia de San Fernando para aprender a crear belleza.
Luego fue la publicidad y ahí volcó esa obsesión por el perfeccionismo, y también su humor ácido y algo, un poco, de su mala leche. Porque con Zamorano te reías, muchas veces por su conocida incorrección política; te sorprendías, por lo que sabía de arte, de cine, de fotografía, de publicidad, y, por supuesto, de fútbol; y te desesperabas, porque en su fanatismo por el trabajo bien hecho podía llamar a su equipo a altas horas de la noche si no estaba convencido de una foto o de un titular. Pero esa misma terquedad fue la que le hizo ser un director de arte excepcional y era la causa del brillo de los trabajos que firmaba.
Sus piezas más sobresalientes, las gráficas de Loewe, las divertidas campañas para La Casera, o los anuncios para Canal +, Fagor o Visa eran referente y espejo para los creativos de la época. La mayoría de ellas las creó mano a mano con el fotógrafo y realizador Michel Malka, alguien que podría haber sido su sosias. Ellos dos consiguieron el primer CdeC de Honor que otorgó el Club de Creativos. Porque, había que reconocerlo, suyo fue, en gran parte, el soplo de modernidad que se sintió en la publicidad española en la década de los 80.
En 2002, con más de 40 años de profesión a sus espaldas, me contactó para escribir un libro sobre publicidad, o mejor, sobre su concepción de la publicidad. Durante un año, nos reunimos una vez a la semana y, como si yo fuese su psicoanalista, me contaba su vida y obra. Tenía una memoria prodigiosa. Recordaba nombres, lugares, hechos, todo; hasta los más mínimos detalles de cuanto había visto u oído a lo largo de su vida. El problema es que dejaba las frases incompletas y saltaba de un hecho a otro constantemente. Aún no sé bien cómo, terminamos el libro, cuyo título, No te hagas ni medio lío, lo tenía claro desde el principio. Porque el libro era en el fondo una reivindicación de las bases del oficio de creativo y una crítica a lo que él llamaba Publicidad Ocón de Oro --en referencia a Pedro Ocón de Oro, un famoso creador de jeroglíficos--, porque, decía, la publicidad de esos años era ininteligible.
No me resisto a reproducir el inicio de No te hagas ni medio lío, donde se recoge su idea del oficio que practicó hasta su muerte: “La publicidad es la voz, el movimiento, la textura, el color, y hasta el sabor de las marcas. Si las marcas no hablan, no se mueven, no huelen y no saben, no existen, y si no existen, difícilmente se pueden comprar. La publicidad es el sustento de las marcas y de los anunciantes, aunque muchos de estos se nieguen a reconocerlo. Yo, me parece que aún no lo he dicho, soy publicitario; es decir, soy creador, doy vida a las marcas”.
La historia de la publicidad española tiene reservado un sitio muy especial a José Luis Zamorano. Su nombre está asociado a las agencias que contribuyeron a cimentar la imagen creativa de España. Zamorano trabajó en Hijos de Valeriano Pérez, Clarín y Danis, y cofundó Tandem, Contrapunto y RZR. ¿Se puede mejorar este currículum?
