Me encantan los concursos. Odio los concursos. Contradicción absoluta, como tantísimas otras que te convierten en un winner o en un loser dependiendo del cristal con que se miren. Sin embargo, en esta en concreto, espero no estar solo y que algunos/as de ustedes me acompañen en este sentimiento.
Los concursos son un mecanismo endemoniado para seleccionar agencia que debió inventar algún antecesor de Rubiales allá por la prehistoria publicitaria. “Necesitamos una agencia, ¿cómo la elegimos? ¿Nos basamos en los trabajos que han realizado para otros anunciantes y en los perfiles de sus profesionales?”. “Hombre, estaría bien. Pero yo creo que molaría más un reality. Mira, les damos un brief sobre algún tema que nos interese (o no) y les pedimos que nos presenten una propuesta estratégica y creativa para los próximos cinco años de la marca, con sus bajadas hasta el último post, en un plazo de tiempo que les comprometa para ver cómo responden ante la presión”. “¡Buah!, tú sí que sabes. Buenísimo. ¿Convocamos a tres o cuatro agencias?”. “No, hombre, no. Más. Ya que estamos, seis o siete como poco. Y ya veremos si les decimos contra quién compiten. Y que presenten en lunes. Eso es súper importante”.
Más allá de este relato de historia-ficción, lo cierto es que creo que los concursos, tal y como están montados, no son una herramienta óptima para entender cómo puede ayudar una agencia a un anunciante. No tienes el tiempo suficiente para entender la marca, el sector y los problemas que tienen y los que no saben que tienen, y te sobreaceleras para lanzarte a la piscina con una propuesta que tú crees que mola muchísimo y que es mejorcísima que lo que están haciendo hasta ahora. Aunque esta descarga de adrenalina es la causa de que los concursos me gusten tanto. Conocer nuevos mundos, nuevos sectores y nuevas marcas; el darte cuenta cuarenta veces de que no llegas, aunque sabes perfectamente que sí que llegas, porque llegas siempre; la presunción de que tu equipo es mucho mejor que los demás y aquí es donde lo vamos a demostrar; la fe inquebrantable en que esa maqueta que no se entendía cuando subimos la propuesta a la plataforma se va a entender a la perfección en la presentación, esa sensación de unión cuasiespiritual que se produce entre los que participan… en los concursos (casi) todo el mundo da lo mejor de sí mismo. Eso mola.
Y el ganar. Cómo es el ganar, oiga.
Por eso les digo que tengo el corazón partido en esta dualidad. Sin embargo, en la última época viene proliferando un hecho que, quizás, haga que me decante hacia la no-molonidad de los concursos: el retrabajo. Es bien sabido que, por una extraña táctica de la que desconozco su utilidad, cada vez hay más concursos en los que te dan menos tiempo para currar de lo que luego utilizan para tomar la decisión. Pasa el tiempo, pasa el tiempo, pasa el tiempo y, de repente, una llamada: “¡Sois finalistas!”. Alegría desbordada, botellas de Rondel Oro a punto de ser descorchadas. La llamada continúa: “Pero tenéis que retrabajar la propuesta, luego hacemos un Zoom con Fulano para que os cuente”. Vamos, como De la Fuente aplaudiendo y, al día siguiente, menos. ¿No querías caldo de concurso? Pues dos tazas. O tres, que nunca sabes. Pues me parece un abuso, qué quieren que les diga.
Cada tanto se vuelve a hablar de la utopía de que las agencias se unan para que las condiciones de los concursos sean más lógicas y justas. No va a pasar. Seguiremos viendo agencias que van a los concursos públicos con dos o tres sociedades distintas a ver si les pasa como a Saza en Amanece, que no es poco, que perdió las elecciones a Guardia Civil pero las ganó la Secreta, que eran ellos mismos. Y reivindico su derecho a actuar así y a presentarse a concursos cuyas condiciones parezcan leoninas a ojos de otros. Como Bordalás, cada uno utiliza la táctica que mejor le parece para sacar su partido adelante, siempre dentro del reglamento. Otra cosa es que este juego nos parezca bonito a los demás.
Antonio Pacheco es director creativo de Negro