Por diversos motivos (crisis reputacionales de varias redes sociales, presión de modelos publicitarios basados en targetización, entrada en vigor de la PSD2 en el ámbito financiero), entre 2015 y la pandemia, la cuestión de la privacidad fue objeto de conversación social, estrategias de ‘autodefensa’ por parte del consumidor, intentos de regulación administrativa y, sin duda, enorme dedicación por todo el universo del marketing y desarrollo de servicios. Obtener renuncias a la privacidad de nuestros clientes o consumidores era la clave para poder trabajar con su otra cara de la moneda, el dato, que nos permitiría un mejor diseño de producto, comunicaciones eficientes y relevantes, definir scorings de riesgos, hacer ofertas personalizadas…
Para 2019, en los estudios que realizábamos al respecto, la sensación del consumidor era que “tenía que entregar la cuchara”, en relación a su privacidad. Ceder privacidad -particularmente en el entorno digital- era el peaje por estar en el mundo. Y, no dejaba de ser significativo que quiénes más estaban dispuestos a ceder datos en nuestros estudios eran, bajo la promesa de ofertas más ajustadas o promociones, las clases populares.
Pasó la pandemia, con su enorme carga de conspiranoias asociadas y, sorprendiendo a nadie, nos encontramos que, cuando preguntamos de nuevo al consumidor (comparando datos 2017/2023, mismas preguntas, población general internauta española) sobre si creen que diferentes actores poseen mucha información personal sobre ellos, todos crecen significativamente: Gobierno/Administración, cualquiera de las big tech, bancos, redes o aseguradoras. Crece la percepción de que disponen de datos y baja la disposición a ceder datos como perfiles de redes sociales, email, fotografías… y, en el universo financiero, crece el rechazo a dar información de la cuenta bancaria de forma generalizada… excepto a un actor concreto. ¿Adivina el lector a cuál? Apple, que tras años de trabajar casi en exclusiva la protección de la privacidad logra romper la inercia del mercado: y si realmente los datos tienen un valor, logra cortocircuitar que la cesión de datos se sustente en la pérdida de privacidad, más bien al contrario, se sustente en su protección y cuidado.
Es de sobra conocido el perfil no generalizable del cliente de Apple, pero es posible extraer un aprendizaje: aunque de forma general el consumidor se haya ‘rendido’, como en tantas cosas, en relación a la protección de su privacidad, el malestar sigue latente (o incluso acentuado). Existe en prácticamente todas las categorías de negocio la posibilidad de construir alrededor de este atributo una estrategia diferencial que vuelva a insertarlo en los mapas de posicionamiento, convertirlo en criterio de decisión y hacer coincidir tanto respeto al consumidor como diferenciación.
PD.: La cuestión de la privacidad me recuerda los límites y tropiezos en los que solemos caer los que nos dedicamos al análisis del comportamiento social. En los albores de la digitalización, recuerdo escribir que el entorno digital permitiría que los consumidores sometiesen a un mayor escrutinio el comportamiento corporativo, ‘transparentando’ en mayor medida sus procesos e impactos, y dando pie a una dinámica virtuosa por la que mejorarían su responsabilidad social. Dos décadas después, quien se ha ‘transparentado’ hasta límites inimaginables no han sido las organizaciones, ha sido el consumidor.
Felipe Romero, CEO fundador de The Cocktail Analysis