
El autor evoca en este artículo una conversación con el recientemente fallecido Salvador Pedreño. Afirma que nunca antes había escrito sobre ella. Tuvo lugar en 1990, en la terraza de un bar de la Vía Augusta, cuando se preparaba el lanzamiento de Casadevall Pedreño & SPR. "Yo tenía 27 años. Llevaba apenas tres trabajando en agencias. Había tenido mucha suerte", recuerda Segarra.
___________________________________________________
SALVADOR. SALVADORES
Creo que nunca le he explicado esto a nadie.
No sé muy bien por qué. En parte porque no tiene demasiada importancia, apenas una charla entre tantas. Quizá también porque no me deja en muy buen lugar. Han pasado muchos años y me importa menos reconocer errores. Las circunstancias, tan tristes, me han hecho recordarlo.
Supongo que sucedió en algún momento de 1990. Yo había regresado la primavera del año anterior de Madrid, de Contrapunto. Era muy feliz trabajando de nuevo en Vizeversa, junto a Ramón Roda y a Félix Fernández de Castro (Félix todavía se refiere a aquellos tiempos como Disneylandia). Después del abrumador año y medio en una agencia tan exitosa y tan caótica, y de no acabar de acostumbrarnos a la vida en la capital, volver a Barcelona, a una agencia pequeña y manejable, y a Roda diseñando los anuncios, era un bálsamo.
A los pocos meses del regreso me llamó Luis Casadevall y me propuso ser socio de su nuevo proyecto. Para mí era la estación de destino, el sueño, aquello para lo que había trabajado hasta entonces. Llegaba quizá demasiado pronto, y en unas condiciones que jamás habría imaginado: socio de Luis y Salva, de los mejores. Pero ahí estaba.
Por supuesto acepté entusiasmado, y empezamos a tener reuniones para preparar el lanzamiento del proyecto. Ellos dos tenían que respetar el contrato de no competencia firmado con los Saatchi, y no podían trabajar hasta el año siguiente. Había tiempo.
Fue al final de una de esas reuniones. En la Vía Augusta, frente al Dos Torres, en la terraza del local. Debía ser primavera, o verano. Trabajábamos en un despacho de un edificio contiguo, donde también vivía Pepo Sol (cuánto le echo de menos), y a veces el día acababa con una cerveza en esa terraza.
No sé por qué nos quedamos solos Salvador Pedreño y yo. Seguimos charlando un rato.
He recordado a menudo esa conversación. Y me he sentido idiota recordándola.
Yo tenía 27 años. Llevaba apenas tres trabajando en agencias. Había tenido mucha suerte. Veníamos de ganar el Gran Premio de Cannes, un león de oro y otro de bronce el año anterior. Era consciente de que tenía cierta habilidad para construir mensajes que funcionaban razonablemente bien en los festivales de publicidad. Conseguía remedar con pulcritud el estilo de los grandes, desde McElligott a Delaney, de Abbott a Webster. Supongo que me lo había creído, y que debía ser un imbécil.
En esa charla, Salvador hablaba con entusiasmo y cierta emoción de lo maravilloso que era conseguir, gracias a una buena campaña de publicidad, a una buena estrategia, a un buen concepto, construir una marca, aumentar las ventas de un producto, hacer crecer una compañía, incluso cambiar por completo toda una categoría de mercado. Ellos en RCP lo habían logrado muchas veces: Sanex, Cruz Verde, Vileda, Zanussi, el Ayuntamiento de Barcelona, Danone... Yo no lo podía entender, a mí eso no me interesaba en absoluto. Admiraba mucho su trabajo, pero jamás me había parado a pensar si tenía o no efecto en el mercado. Y no me callaba, lo que certifica mi estupidez. No debería costar mucho encontrar alguna entrevista de esa época en la que defiendo con vehemencia que mi único objetivo era que mi trabajo gustase a mis colegas, mucho a ser posible. Nada más. Vender no era importante, en todo caso una consecuencia intrascendente.
Venía de licenciarme en Filología Hispánica unos pocos años antes. Había abandonado recientemente mi falso sueño de ser escritor. Supongo que aún mantenía cierta predisposición arrogante contra la publicidad, el consumo, el mercado. Me ha costado mucho tiempo sacudirme esa culpa. Me he resistido a ser lo que de verdad soy, lo que me hace feliz.
Y luego está la juventud. La elogiamos quizá con motivo, pero sin descanso. Vivimos deslumbrados por ella, y despreciamos la edad, la experiencia, la ancianidad (estos días han sido dramáticamente reveladores). La juventud, no hay que olvidarlo, es también algo así como una enfermedad de la que conviene recuperarse lo antes posible. No vuelves a tener nunca más aquella frescura, aquella energía, aquella insolencia. Pero ganas cierta sensatez con los años.
Salvador me miraba con una ternura que apenas ahora reconozco, y que confundí con la mansedumbre de un hombre en el final de su carrera. Tenía ahí delante a un imbécil que iba a ser su socio diciendo tonterías, gritándolas, y no se inmutó. Imagino que entendió que ya se me pasaría. Salvador tenía algo de británico, en el mejor sentido de la palabra.
Llevo años defendiendo la necesidad de abandonar nuestra obsesión por la creatividad entendida como originalidad vacía, como fuego de artificio, como anécdota. Años reivindicando el pensamiento estratégico y conceptual, el largo plazo, la construcción. Intentando que se nos perciba como lo que somos: creadores de valor, de crecimiento, de riqueza (y no hay que olvidar justo ahora que, si no creamos riqueza, no habrá nada que redistribuir). Intentando ser ejemplar en la medida de lo posible, hablar con hechos siempre que se pueda. Llevo años tratando de ser un trasunto vago y patético de Salvador Pedreño.
Lo he dicho otras veces, pero creo que tengo que hacerlo ahora con cierta solemnidad. Siempre he intentado ser el heredero del trabajo magnífico y ciclópeo de RCP. He tratado de recoger el testigo, la antorcha, y llevarla con la máxima dignidad posible tan lejos como pudiera. No creo haberlo conseguido, pero lo he intentado.
Admiro muchos estilos, muchas maneras. La proximidad humana del mejor trabajo de las agencias de Madrid (con Marta y Miguel en lo alto, nos vamos a romper las manos en octubre en San Sebastián), la sofisticación y la belleza de los ingleses, la contundencia y el sentido del espectáculo de los americanos, la inteligencia callejera de los argentinos, el hieratismo escandinavo, la incómoda rigidez y perfección de GGK…
Pero yo no sé hacer eso, no soy eso. Yo he querido ser apasionadamente el continuador de una tradición conceptual y rigurosa -tanto que a veces deviene poética- que tiene mucho de Barcelona, y que llevaron a su máxima expresión Luis y Salva, Salva y Luis.
RCP fue fundada en 1978. Fueron quizá los máximos protagonistas publicitarios de la reconstrucción de un país que salía de cuarenta años de una oscuridad triste y mezquina, de un confinamiento moral y económico infinitamente más profundo y dramático que el de estos días. Salvador Pedreño dedicó su vida a construir riqueza, valor, crecimiento y por tanto bienestar, comodidad, libertad. Se marchó aburrido hace unos años advirtiendo de la deriva cortoplacista y miope de un oficio que había amado profundamente.
Estos días que vienen, estas semanas, meses, años que vienen, van a exigir mucho de nosotros como oficio. Tenemos que ayudar a volver a poner en marcha el engranaje, reinventarlo, imaginar nuevos territorios, animar a una sociedad asustada y empobrecida.
Ojalá estos días que vienen encuentren en la mayoría de nosotros lo que todos tenemos de Salvador Pedreño. Ojalá seamos muchos, muchos Salvadores.
Toni Segarra, actualmente socio de Alegre Roca, fue uno de los socios fundadores de Casadevall Pedreño & SPR