En aquella época había tanto talento en la agencia que a veces se nos iba de las manos. 
Pero a Julián, no.  Julián ponía orden en la plaza manejando el capote como nadie.  Si una situación se desquiciaba, él la devolvía a toriles a base de largas cambiadas con las que podía fascinarte, abrumarte o aburrirte, según se le antojara.
Creo que en aquella JWT de entonces la única persona que era consciente de que estábamos haciendo historia era él.  Los creativos solo jugábamos a ser ocurrentes, pero Julián sabía que tras toda aquella aparente frivolidad lo que estábamos haciendo era construir el nuevo mundo que sustituiría a tantos años de tristeza franquista.  Los buenos momentos Nescafé, las compras sin Thom ni Son, el rollo de tu vida, el nacido fuerte de Ford...
Su trabajo consistió en darle coherencia a todo aquel maremágnum. Y lo hizo muy a su pesar, pues hubiera preferido ser un frívolo más en lugar de representar el papel de castellano serio que le tocó asumir por el bien de todos. 
Una pequeña anécdota de la que forma parte esta misma revista:  Durante bastante tiempo y de forma periódica, aparecía aquí una columna de opinión colectiva firmada por Camelot.  Un grupo formado por seis “jóvenes radicales” que criticaban los aspectos más carcas de la profesión.  Pues bien, uno de ellos era Julián, junto con otros cinco directivos del sector que nos juntábamos para comer, charlar y ponernos a parir a nosotros mismos. 
Otros le recordarán durante estos días por la magnitud de su contribución a la publicidad en todos los frentes.  Yo prefiero quedarme con aquella mirada traviesa en las comidas de Camelot.  Porque era entonces, gracias al  vino que siempre elegía él por respeto a su sabiduría sobre el tema, cuando yo le veía feliz, libre de cargas y de las responsabilidades a las que todos le habíamos sometido.
También yo, lo reconozco.  Siempre le llamé jefe.  Cuando lo era en JWT y durante todas las décadas posteriores en las que ha sido mi mentor y consejero en las decisiones importantes.  Él, en cambio, solo me llamaba para darme órdenes.  Órdenes que yo siempre he cumplido a rajatabla, pues sabía que lo de ser mi jefe se lo tomaba completamente en serio.
Mi padre se llamaba Julián, era castellano, tenía bigote y buena estampa.  Murió antes de tiempo y a mi jefe le tocó inevitablemente llenar aquel espacio.  Un espacio que ahora se queda hueco y vacío, definitivamente desolado.