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Y, además, a mediados-finales de los ochenta y sin que
                     ellos fueran muy conscientes, ya estaban empezando
                     a  solaparse  con  la  generación  que  dominaría  en  los
                     noventa:  los  Luis  Casadevall,  Salvador  Pedreño,
                     Fernando  Ocaña,  Juan  Mariano  Mancebo,  Ernesto
                     Rilova,  José  María  Lapeña,  Toni  Segarra,  Daniel
                     Solana, Ana Hidalgo, Agustín Elbaile, Maribel Muñoz,
                     Agustín Vaquero, José Luis Esteo, Rafa Antón, Miguel
                     García Vizcaíno, Marta Rico, Pablo Alzugaray, Guillermo
                     Viglione,  Alfonso Marian, Eduardo Madinaveitia, Antonio
                     Ruiz,  José Carlos Gutiérrez, Ezequiel Triviño, etc.
                     Una generación que llevó a la publicidad española a lo
                     más alto posible, detrás de los inalcanzables Estados
                     Unidos y Reino Unido, si nos creemos el baremo del
                     Festival Cannes Lions.

                     ¿Cómo era ese mercado?
                     Fácil de controlar para un periodista aplicado: no más
                     de veinticinco agencias y cuatro o cinco centrales de
                     medios (recién reinventadas tras el muy reciente fiasco
                     de sus antecesoras, las distribuidoras) controlaban la
                     mayor porción de la tarta de un mercado que estaba
                     tremendamente  inclinado  hacia  la publicidad  en
                     televisión.
                     Con tan escasos participantes y buenos márgenes, no
                     era de extrañar que se produjeran entonces fenómenos
                     propios  de  lo  que  podríamos  calificar  como  un  star
                     system. Fichajes multimillonarios, saltos constantes de
                     agencia en agencia, sueldos al alza y, con todo ello, una
                     imagen social de la publicidad que se ha arrastrado hasta
                     hace pocos años. Recuerdo a un presidente de agencia
                     de los antes citados confesarme que no entendía que
                     les pasaba a sus “chicos” con los relojes Hamilton que
                     no paraban de coleccionarlos, sin detenerse a pensar
                     en cuál era (y sigue siendo) el sueldo de un periodista
                     de a pie.

                     Todavía, y durante unos cuantos años, me encontré con
                     una  publicidad mestiza  formada  por profesionales  de
                     todas las procedencias y con una marcada propensión




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