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un valor añadido al producto, valor que era percibido
por el consumidor como mucho mayor que su coste
real. Hablamos de regalo publicitario, cobranding (hoy
recuperándose), sorteos, colecciones, eventos… todo
era para ellos marketing promocional excepto bajar el
precio al producto.
La inmediatez de lo digital y su capacidad para ser
medido instantáneamente (de forma mucho más
compleja en lo subyacente o a medio y largo plazo)
unida a la orientación (al menos formalmente) a
la sostenibilidad (he visto almacenes con 10.000
neveritas para latas de cerveza sin otro destino que
la destrucción) han enterrado esas propuestas. La
tentación del descuento parece irresistible cuando el
funnel nos lleva supuestamente al mensaje adecuado
para la persona adecuada en el momento adecuado.
¿Consecuencias? Que se lo pregunten a Nike, o mejor
a su CEO despedido. Este es sin duda el gran tema del
marketing en la actualidad al que luego volveré.
Parece mentira, pero lo digital ha propiciado que
la táctica se coma a la estrategia. Y la marca, que
yo percibía como el gran tótem ante el cual todo se
sacrificaba (a veces hasta extremos un poco ridículos)
en los ochenta y noventa, ha perdido en la práctica
mucho valor, por más que se afirme otra cosa, tanto,
que hay que complementarlo con “propósitos”. Algunos
respetables profesores incluso están prediciendo el fin
de la era de las marcas como la hemos conocido hasta
hoy (4).
Sin embargo, y en sentido contrario, un concepto
ha emergido con fuerza en el panorama actual: la
experiencia cliente. No podía ser de otra forma en un
mundo en el que los consumidores tienen ahora una
enorme capacidad de hacerle mal a la marca (hacer
bien es mucho menos frecuente) y donde los puntos en
los que meter la pata se han multiplicado. No importa si
es una corriente defensiva o proactiva, simplemente es
necesaria. No obstante, hay veces que la experiencia
cliente parece plantearse solo como una vía para llegar
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