La reciente actuación judicial y policial contra empresas fabricantes o distribuidoras de productos adelgazantes ha vuelto a poner en el centro de la diana a la publicidad como colaboradora necesaria de un comercio potencialmente ilícito y peligroso. Digamos desde ya que estas líneas no tienen como objetivo eximir a los medios publicitarios de su responsabilidad compartida en estos hechos, sino intentar situar la cuestión para que el lector pueda obtener sus propias conclusiones.
Recordemos primero que en los años Noventa la insufrible proliferación de productos milagro y su publicidad, que acaparaba buena parte del espacio publicitario radiofónico y comprometía a la inmensa mayoría de los locutores estrella (pulseras magnéticas, almohadas mágicas, collares de la suerte, curalotodos diversos) provocó que se regulara la publicidad de los llamados productos milagro. El efecto fue fulminante y, que sepamos, no provocó el cierre de ninguna emisora de radio. Los productos milagro prácticamente han desaparecido de los medios, excepto una parte de ellos: los adelgazantes no registrados. Éstos han proliferado ante las narices de todos y sin que nadie pusiera coto a los nuevos abusos. Los productos eficaces y legales, que pasan por el registro oficial de productos dietéticos, han tenido que sufrir la competencia insoportable de los piratas que han encontrado en el autismo de las administraciones responsables un auténtico chollo.
Empresas que se crean fuera de España, o empresas que se montan y se desmontan para cada temporada aprovechándose del periodo de trámite de su registro, han venido vendiendo a millones productos ineficaces a base de ingentes inversiones publicitarias, principalmente en radio y algo en revistas. De esta estafa permitida se han beneficiado, además de los maleantes que no merecen el nombre de empresarios, los soportes publicitarios, e incluso las farmacias, que han entrado en el juego alegremente ya que han sido el punto de venta predilecto de la mayor parte de estos productos. Y en cuanto a las administraciones, la inacción ha sido la norma hasta que se ha constatado (desgraciadamente por los hechos, no por un análisis previo) un peligro cierto para la salud de los ciudadanos. Y es que sólo en este caso la Administración central tiene competencias directas, pues mientras se trate de publicidad engañosa o productos defectuosos, son las Comunidades Autónomas las competentes, y éstas se han inhibido a pesar de las constantes denuncias de las asociaciones de consumidores. Como en tantas ocasiones, disponemos de las leyes pero carecemos de todo lo que las hace eficaces, comenzando por la voluntad de aplicarlas. Los medios publicitarios se han escudado en que productos de venta legal en farmacias no tienen por qué ser vetados en sus espacios. Eso es cierto. Pero no lo es menos que deberían cuidar mejor a sus lectores u oyentes, ya que amparar publicidad de empresas fácilmente catalogables como poco serias, es asumir un riesgo para ellos y su marca que pueden pagar caro.
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