
Una televisión en la que el consumo lineal o tradicional va perdiendo terreno de manera visible frente a las nuevas ofertas basadas en el pago y en la creación de plataformas de contenidos; unos diarios que tratan de encontrar la fórmula de cobrar por sus contenidos online como vía fundamental (y lógica) de supervivencia y prosperidad; una publicidad exterior en la que la ya asentada oferta digital amplía su potencial; una radio que ve aumentadas sus posibilidades de difusión, y su número de competidores, con la explosión del audio online; unas revistas que tratan de hacer valer la fuerza de sus marcas y de sus audiencias conjuntas en los mundos físico y digital...
Reinventarse o morir. Pocas veces esta máxima viene tan a colación como en el caso del movimiento realizado este año por El Sol. Un festival que ha cumplido 34 años y que en esta edición se ha reinventado para no morir, porque lo cierto es que en los últimos años en Bilbao el festival había entrado en un claro aletargamiento que, de continuar, podría haber acabado con el propio certamen o, al menos, hubiera puesto en peligro, casi por inanición (y, por qué no decirlo, por la manifiesta ausencia de algunas de las agencias más creativas del país y de sus primeros espadas), el prestigio del que goza y que muy hábilmente la organización se ha encargado este año de recordar: El Sol figura entre los dieciocho festivales más importantes del mundo.
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